Las primeras cartas
que se mandaron fueron anónimas. No llevaban dirección ni paradero.
Esas primeras
cartas él nunca las olvidó.
Nunca se animó a
decirle nada. Nunca sacó una palabra de su garganta. Sólo susurros imposibles
de escuchar. Se perdieron en el aire seco.
Cuando quiso
hablarle ya era muy tarde, habían pasado muchos años y él había olvidado su
nombre.
Sólo cartas. Cartas
anónimas que no decían nada y lo decían todo.
Ni amistad, ni la
más delgada sonrisa. Sólo textos…
Los nexos
finalmente se establecieron. Una noche.
Ella lo llamó, él
contestó. Hablaron… Ya no eran sólo textos.
Ella había llamado
y él lo sabía. Estaba seguro.
Dejó de respirar.
Contuvo las lágrimas y le sonrió. No pudo cambiar esa expresión por largas
semanas. Su mirada se prendía cuando la veía caminar desde lejos. Sus ojos
brillaban. Y sin duda (eso pensaba él) los de ella también.
Se saludaban. Se
hablaban. Comentaban las noticias todas las noches.
Se sentaban frente
a frente en la casa de ella. Totalmente desordenada, totalmente mugrienta.
Nunca entendió.
Pensaba en otras
cosas. Buscaba detalles que le conmovieran. Perdía la mirada en migajas
esparcidas por el suelo. Le causaba repulsión ver todo tan desordenado y fuera
de lugar.
Trataba de concentrarse
en sus ojos, que brillaban diciéndole palabras que ya no podía oír.
Ella buscaba sus
ojos, se perdían en el horizonte. Le repetía todo, él en cambio parecía no
escuchar nada concreto.
Nada en lo
absoluto.
Se molestó y lo
dejo marcharse. (Él alegó sentirse indispuesto).
No lo volvió a
llamar. Ni él a ella.
Conoció a su
esposo. Fue feliz. Por mucho tiempo… hasta que dejó de serlo
Se fue a vivir a
otras ciudades. Vagó, escribió más cartas. Las publicó. Se vendieron. Se hizo
famoso. Olvidó a la muchacha. Se olvidó de vivir.
Ella también
Y… no se volvieron
a ver…
Casi no se
conocían.
Eso pensaron y
luego se olvidaron…
Por Santiago Contreras Soux, Septiembre 2007
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