Y en caso de duda, llame al
siguiente teléfono, que ellos le indicarán lo que debe hacer en caso de
pérdida. ¿Hola? ¿Si?¿Me oye? Si operadora, ¿me oye? …
El teléfono se queda descolgado.
Martín sale por la puerta principal del pequeño hogar en el que vive, camina
hasta la parada del autobús, las sombras de los árboles sobre su cabeza
perdiéndose con la negra cabellera.
Camina unos pasos más y llega a la esquina. La cabina está abierta.
Puede entrar. Marca un número. Dos, tres, ocho, seis, cuatro, dos.
Sale de la cabina, se pone el
sombrero, la sombra le cubre el rostro, en penumbras, las lágrimas brotándole a
escondidas de la luz. Cabizbajo camina. Camina. Camina.
Han pasado las horas, se sienta en
un banco y espera. Al poco tiempo, José, su amigo de la infancia se le acerca.
Lo abraza. Martín no logra controlar más el dolor y echa llora
desconsoladamente. José lo abraza con más fuerza, el cuerpo de Martín pierde
peso y quiere elevarse por sobre la banca. José lo sujeta. Le muestra las
fotos, José lanza una exclamación y lo vuelve a abrazar. Pasa una media hora y
ambos se levantan de la banca, se ponen sus respectivos sombreros y se acomodan
el traje. Se despiden y parten por caminos diferentes.
En su casa, Martín, se prepara una
comida sencilla. Se sienta frente al televisor y se relaja viendo una película
que pesca por casualidad. Se abre la puerta y Martín se para. La mira. Ella lo
mira. Se desvanece y desplomada cae como hoja de papel sobre el piso de madera
dando un golpe profundo que retumba en la profundidad del silencio. Atrapados
en la caja de paredes ambos buscan el consuelo del otro. Él se acerca y la
recoge, como quien recoge los restos del polvo de la mañana siguiente, y la
acomoda junto a su pecho. Su corazón roto, hecho pedazos, ya no late, no como
antes, no como esa mañana. No como aquella mañana. No, nunca así, por favor.
Se acompañan mutuamente hasta el
final de aquellos retorcidos pasillos sin vida, que nunca tuvieron la intención
de retenerla entre sus paredes. Cómo puede alguien vivir así, en esos espacios,
donde lo más lindo se escapa sin ser percibido. Llegan al cuarto y se
desvisten, buscando en las caricias lo poco que les queda de calor en el alma.
Se tocan, pero la piel gélida no les permite llegar al alma. Parece que una
coraza del metal más duro se hubiera armado en el silencio, en la soledad de
aquel extraño departamento oscuro.
Él la acaricia,
pero sin respuesta, le tiende la mano que ella agarra. Cruzan los dedos y se
abandonan a la oscuridad de la noche, el uno al lado del otro, pero el uno tan
ausente como el otro. Poco a poco la cama se va empapando con las gotas
silenciosas. Sus cuerpos poco a poco se van buscando entre la montaña de
mantas, finalmente se encuentran y así permanecen, en silencio, finalmente se
duermen.
Amanece, llueve. Ambos se levantan,
con la sensación del vacío clavada bien profundo. El silencio, que antes era
bulla recorriendo todos las habitaciones, Los colores apagándose y la mirada
evasiva. Se baña el uno luego el otro. Las gotas caen, se funden, en la ducha
uno puede llorar sin que los ojos lo delaten. El agua se lleva todas las
lágrimas.
Se sientan a la mesa, hablan, suave,
sin dejar que los sentimientos afloren. Se miran y en la profundidad de los
ojos de ambos aún resplandece. Ella se marcha primero. Él, en cambio, sin
trabajo debe quedarse a aguantar la profundidad del departamento. Recorre todas
las habitaciones que puede, ordena una que otra cosa. No se atreve a tocar
siquiera. Se sienta en la sala y deja perder la mirada en la ventana del
frente.
Son las diez de la mañana, los
teléfonos empiezan a sonar. No contesta, duele demasiado. Desconecta la
conexión. El sol empieza a entrar por las ventanas, decide salir.
Se queda divagando por la ciudad,
perdido, él también, por la ciudad. Las horas pasan y el cuerpo de Martín se
pierde entre la muchedumbre, acoplado a la masa. Llega la noche, sigue
caminando sin rumbo.
Llega en la noche a su casa y Ana lo
espera en la puerta con los ojos rojos de tanto llorar. Se cuelga de sus
hombros y lo besa desesperada.
Nadie les había dicho qué hacer en
caso de pérdida, no estaba en el manual. Nadie les dijo dónde guardar las almas
cuando ya no se está presente.
El obituario con la cara de los
hijos. No habrá funeral. En caso de pérdida llame a este número, nunca hubo
respuesta. Los rostros se pierden en la profundidad del alma desgastada y
herida. Se despiden con ojos agraciados. El silencio cubre el departamento y
los dos perdidos en su dolor se desencuentran dentro de aquel espacio vacío.
santiago contreras soux, noviembre 2009.
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