ARTES VISUALES, ARQUITECTURA, LITERATURA, PENSAMIENTOS

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Trabajo multidisciplinar para construcción de obra y discurso.

lunes, 24 de febrero de 2014

Diez razones por las que no me quiero mudar de mi casa. Mi casa.



Salió de su carro y miró los ojos del niño y la madre desvanecerse.  Se perdieron en el vacío. Y él, desamparado se perdió.

No tengo razones exactas para decidir si puedo o no moverme de mi lugar. No tengo un solo motivo para moverme.
Este es mi mundo y esta es mi razón de ser. No busco nada, ni nadie. Ya sólo me tengo a mí.

No es que no quiera ir a otro lugar, algo que este sitio tiene me ha atrapado  Sus paredes y sus techos. Su suelo. Tal vez su aroma. Su memoria. No se qué es lo que me mantiene acá. Pero definitivamente hay muchas razones para no dejar este sitio.

Empecemos por la primera.
Es una historia interesante sobre un viejo que solía habitar la cabaña de enfrente hacia 1986. Sus complejos movimientos me hacían recuerdo a un bicho extraño. Este  hombre o bicho tenía algo muy parecido a Benjamín. Benjamín era mi antiguo compañero de trabajo, antes de que me mude a esta casa. Ahora ya lo saben. Este lugar es una casa. Bueno, en fin, los diferentes trajines en los que me vi envuelto determinaron de alguna manera los sucesos posteriores. Encontré al “insecto”  por primera vez husmeando los cajones de mi alacena. Lo confronté en una pelea mortal. Estuve a punto de aniquilarlo, pero escapó por una de las ventanas. La lucha continuó durante muchas semanas más, hasta que ambos decidimos poner una tregua en tan cruenta batalla. Yo le dejé un espacio en mi cocina, del cual él podía disponer para preparar las extrañas comidas que le gustaban. En cambio yo pude quedarme con el resto de la propiedad y la casa. Ambos nos repartimos el trabajo de reparar los daños que habíamos causado. En una conversación posterior con el insecto, éste me explicó, en primer lugar, cómo llegó a la casa.
Siendo ya un viejo, no esperaba que haya podido vivir tanto tiempo. En fin, su nombre resultó ser Benjamín Lorenzo I. Era el padre de mi querido amigo de trabajo. Yo sabía que tenían algunos rasgos parecidos. Benjamín I me relató entonces, que al perder su casa, su negocio (en el que yo trabajaba) y algo más que no quiso mencionar, decidió mudarse a la casa. Nunca pensó encontrarse con otro visitante, uno que llegó antes que yo. Esa fue su primera batalla por la casa. Entre ambos desarrollaron una temerosa amistad. Su amigo, el soldado, ahora vive al frente (en el frente contrario de batalla), y todavía se mandan cartas “amistosas”. (Como las que recibió años más tarde, nunca se perdonó lo sucedido)
Esta conversación me puso al tanto de que uno de mis vecinos era un soldado de unos ochenta años que había estado en guerra con Benjamín I.  Por otra parte, me enteré que este inquilino tenía una extraña disposición a armar batalla apenas se encontraba con alguien nuevo. Decidí, entonces, nunca invitar a nadie a mi nueva casa para evitar berrinches y cañonazos. Mis nuevos aliados podrían ser considerados peligrosos por el soldado. Por ello decidí que mis futuras reuniones sociales, las realizaría en el patio, la única zona neutral entre los tres habitantes del terreno. Instalé ahí un gran televisor y un baño portátil (indispensables ambos en las reuniones sociales).

La segunda razón se trata de un sillón de incalculable valor.
Alguna vez Benjamín I me dijo que dentro de la casa yo iba a encontrar un sillón color púrpura de gran valor económico. Al principio no le hice caso, arguyendo que dentro de una casa tan vieja y olvidada nunca se podría pensar, ni remotamente, en la existencia de un sillón de incalculable valor. Sin embargo, yo estaba equivocado.
El sillón sí existía. Y estaba debajo de mis propias narices, por así decirlo.
Según me pudo explicar Benjamín I, el sillón había pertenecido a uno de los primeros dueños de la casa; un tal Magnánimo Esteban.
Ese Magnánimo organizaba en la casa unas fiestas tremendas que hacían retumbar todo el vecindario. Eran famosas en la cuadra y en el barrio. El alcohol, como era costumbre, brotaba de las paredes de la casa. Magnánimo habría comprado el sillón, por primera vez en 1917, para luego perderlo en un juego de poker. Años más tarde, mientras paseaba por un barrio antiguo de la ciudad, se encontró con un viejo que vendía muebles de segunda mano. Magnánimo reconoció de inmediato su antiguo sillón color púrpura. Lo volvió a comprar y se lo llevó de vuelta a su casa, con la cara copada de una sonrisa boba y jovial (el hombre se limpió sus lágrimas y siguió escribiendo). Decidió entonces que debía guardar el sillón en un lugar oculto y bajo tierra, de tal manera que nadie nunca logre encontrarlo. Nunca imaginó que la batalla cruel entre Benjamín I y el soldado de la choza lograría, años más tarde, regresaría al sillón a la superficie.
Claro está, sin embargo, que Magnánimo nunca se enteró de tales sucesos. Él ya había muerto muchos años atrás, precisamente sentado en el sillón púrpura. Cuando el soldado y Benjamín I encontraron el extraño sillón, sobre él yacían los huesos y las carnes putrefactas de Magnánimo, además hallaron una nota.
                                                                                 
La nota decía:
“Estimados inquilinos futuros:
Espero que este sillón en el que encontrarán mis santificados restos no les cause tantas molestias como a mí me ha causado. Se trata de un objeto que aumenta su valor monetario en un 10% cada año. Podrán calcular su precio por cuenta propia. Su valor actual está tasado en 10.000 pesos.
El nombre de mi sillón (no se rían de que le haya puesto nombre, pero él es como un hijo para mí) es Pablito. Su precio continuará subiendo, siempre y cuando ustedes, los próximos dueños de esta casa, lo traten con mucho cariño. Por ninguna razón se les ocurra venderlo ya que perderá su precio y su encanto. Esta es su casa.
Un saludo desde la muerte,
Magnánimo Esteban.”

Entonces decidimos nunca sacar a Pablito de la casa. Ni siquiera nos atrevemos a sentarnos en él. En realidad yo soy el que no se anima, ya que Benjamín I no vive en esta casa. Él me vigila desde la ventana del ala oeste. Desde su cabaña se puede ver casi toda la sala de estar, el comedor y la sala de juegos.

La tercera razón es un regalo.  
La historia de este regalo tan importante me la contó uno de los tantos carteros que trae los recados de mi parientes hasta acá. En una ocasión trajo un obsequio diferente. De dónde vino, dónde estuvo, es todavía un enigma. Cuando me di vuelta el cartero me había entregado un gran paquete, que decía: “Este es tu regalo número tres.” Yo. Ingenuo como siempre, nunca logré descifrar el enigma. Sigo sin poder descifrarlo.
Según mi vecino y Benjamín I, el obsequio, que hasta ahora no ha sido abierto, debería ser de la única mujer con la que pude llegar a haber tenido algún acercamiento concreto. Su nombre, por razones obvias, no lo quiero divulgar hasta que el momento llegue.
Según mis dos vecinos, esta persona habría entrado a mi vida más o menos a los veinte años. Momento en que yo me encaminaba hacia una gloriosa carrera como vendedor de macetas. La había conocido una noche. Yo me encaminaba a una de las cantinas más afamadas de la ciudad. Ella era mesera (o algo por el estilo) en aquella cantina.  Mis delicadas dotes como conversador y negociador (adquiridas en mis múltiples excursiones en el mundo de los negocios), me habían dado una reputación aristocrática entre las damas. Y había algo en esta chica que me cautivó desde un principio. Entonces procedí a dejar fluir mi carisma viril. No funcionó. (El hombre retornó a sus silencios, abrumado por sus propios fantasmas)
Ante tan abrumadora respuesta de parte de la camarera, tuve que idear un plan mucho más elaborado para poder llegar a tenerla entre mis brazos. Ese nuevo plan también fracasó. Al cabo de treinta y cuatro diferentes y descabellados planes, opté por desistir, dejando una nota en la cantina. Una vez al mes, ella recibiría de parte mía un regalo. Pequeño e insignificante (había gastado mi fortuna en los planes fallidos), de poco valor monetario. Pero uno al mes.  Finalmente desistí y dejé de mandarle regalos.

Años después, mi regalo número tres entró por la puerta de mi nueva casa, cargado en brazos por el cartero. El papel estaba casi intacto. Ahí me di cuenta que ella, finalmente había cambiado de parecer. Ahora había resuelto devolverme, de manera muy cruel, los regalos. Según el cartero, los dos primeros los había mandado a la antigua dirección. El correo había tardado dos meses en encontrar mi nuevo domicilio en el que ahora vivo y viviré hasta morir al igual que Magnánimo. Así es, entonces, como cada mes han estado llegando mis antiguos regalos, todos en los mismos paquetes en los que los envié. Nunca he querido abrirlos. A pesar de las insistentes intenciones de mis vecinos de convencerme de lo contrario.

La cuarta razón, una linda razón, es el rosal del jardín. Magnánimo, según mis propias investigaciones, no fue el primer dueño de la casa. Los datos de los anteriores dueños se remontan mucho más atrás, en los abismos de la historia. No sabría encontrar al primer dueño. Aunque en la puerta dice: CASA DE LOS MENDIETA, GRANDES SEÑORES Y PROTECTORES DE LA CIUDAD, 1834. Eso me hace suponer que los primeros dueños, efectivamente fueron unos tales Mendieta que construyeron la casa en 1830. Hace más de 150 años, aunque tengo mis sospechas que los prehispánicos tenían acá un gran palacio de oro.
Sin embargo, las rosas no son de esa época. Tan lindas, tan rojas, tan puras. Tan elegantes y tan tristes, sin una tierna mano que las cuide. 
Entonces, decidí, que tenía que traer a una persona apta para cuidar de las flores del jardín. Alguien sensato y con sensibilidad para los temas de la jardinería. Mis vecinos me recomendaron poner anuncios en el periódico de tal manera que los interesados puedan presentarse si así lo deseaban. Un grupo de unas doce personas se aproximó a las rejas de la casa cada día durante un periodo de tres meses. Indistintamente hombres y mujeres.  No todos sin embargo, eran aptos para trabajar en el rosal. Decidí entonces que esperaría hasta que llegue una persona que sea digna de mis rosas. Un día apareció una pequeña niña. Me dijo que ella era la indicada para cuidar las rosas del terreno. Al parecer había trabajado con rosas en anteriores trabajos. Le pedí que me haga una demostración. Luego de cuatro minutos, la niña fue contratada. Desde entonces, cuidó el rosal del terreno. Hizo maravillas. Benjamín I y su enemigo mortal lo confirmaron.
El rosal brillaba todas las noches, pintado de unos hermosos rojos intensos. Se baña de colores y delicados aromas. Nunca había estado tan lindo. Incluso dejé que la niña, se quedara por más tiempo con él, ya que parecían haber entrado en sintonía. No me pregunten de qué, pero eso al menos alegaba ella. (por un momento recuerda los segundos con ella todavía viva y los ojos de ese niño le absorben la mirada y cae desolado)  El rosal es tan lindo que no pienso dejar que se pudra. Si yo no le pagara a la niña para que haga su magia con las rosas, estas ya estarían hace tiempo marchitas y sin vida. Ella le ha devuelto el corazón a mi jardín. Claro que ahora ya no es tan niña. Ha empezado a  crecer. Ya tiene cuerpo de mujer y ya ha empezado a desatar furor entre los jóvenes de la cuadra. Por supuesto, ella rechaza todas las rosas que le mandan (las suyas son más lindas). Nunca ha dejado de venir desde que empezó a trabajar en el jardín. El rosal ha crecido de maneras tan extraordinarias que ya ha ocupado casi todo el jardín. Sólo el estanque y el patio se salvan de ser penetrados por las rosas. Algunas noches, las rosas, melancólicas, sueltan sus pétalos para que vayan a nadar al estanque, que se tiñe de un rojo intenso. Yo siempre me quedo maravillado con esa escena. Lástima que la niña nunca ha podido ver el maquillaje de mi estanque. Ella se va antes de que oscurezca y los maleantes salgan a las calles. Cuanto me hubiera gustado que ella pudiera ver las rosas.
Y ahora que ya no está… Un día dejó de venir. La habíamos convencido, la noche anterior, de quedarse a ver el estanque lleno de pétalos. Ella aceptó y comprobó con ojos llorosos los resultados mágicos de su pasión por las rosas. Dijo que era el momento más lindo de su vida. Nunca imaginamos que horas después, su cuerpito se desangraría como una rosa perdiendo su color, en un callejón a dos cuadras del terreno. Las rosas se dieron cuenta. De ello estoy seguro, se quejaron toda la noche. Parecía que derramaban un llanto melancólico y triste. Yo no pude captar su mensaje de auxilio. Ella nunca me enseñó a oírlas. Nunca me enseñó. Nunca. Yo pude haberla encontrado. El rumor de las rosas era tan sincero como ella. El día de su entierro sí me animé a dejar la casa, llevando conmigo un gran ramo de las más lindas rosas. Todas adornadas con listones. Entre Benjamín I y el soldado armamos un hermoso arreglo de las rosas más lindas entre las que ella había cuidado. Su nombre era Matilde. Nunca la olvidamos. Desde ese día yo aprendí a cuidar y a hablar con las rosas para que nunca más una niña muera por ver su creación brotar en el infinito.
Desde ese día, el rosal depende de mí…

La quinta razón es el eucalipto. El eucalipto del jardín, guardián de las rosas, debe tener unos 150 años. Al parecer, los Mendieta nunca quisieron cortarlo y construyeron la casa alrededor suyo, siguiendo incluso la forma de sus raíces. Es por eso que la casa tiene una forma tan extraña. Ésta se acomoda íntegramente a las formas caprichosas del árbol. Si el árbol decidía girar uno de sus brazos a la izquierda, entonces los Mendieta se encargaban de mover los cuartos en ese sentido. Por eso es que durante muchos años, los cuartos de la casa eran móviles. Las rieles que dejaban que se desplacen de un rincón a otro ya están algo gastadas, pero todavía con ayuda de un motor que hace poco he comprado, los cuartos han vuelto a moverse. Eso ha provocado que en algunas ocasiones me encuentre perdido en espacios que nunca antes había visto. Y mientras encontraba la manera de salir de ellos, he encontrado nuevos artefactos que los Mendieta, el Magnánimo y otros dueños de la casa han dejado a lo largo de los años. Incluso encontré una muñeca de la pequeña Matilde. La había perdido durante una de sus primeras semanas en el trabajo en los rosales. Nunca imaginé que ella nunca volvería a ver esa muñeca en especial, se llamaba Rosa.  Encontré entre otras cosas, uno de los primeros planos de la casa, con todas sus infinitas posibilidades de movimiento. Desde entonces ya no me pierdo; más bien, he iniciado una gran búsqueda de tesoros perdidos por toda la casa. Con ayuda del mapa, he podido penetrar en lo más profundo de ella. Ha resultado ser una casa muy extraña. Y todo gracias a ese eucalipto que se negada a ser talado. Debe tener un espíritu muy fuerte y aterrador. Las rosas nunca me han querido contar las historias del eucalipto, pero yo sospecho, que él sabe algo que yo todavía no se… He pensado que voy a tener que aprender a comunicarme con él. Estar a su altura
Sin embargo el eucalipto se presenta sumamente alto. Casi inalcanzable.
Eso deja clara la quinta razón por la que no pienso moverme de este lugar que me ha visto vivir.

La sexta razón es un secreto que hasta ahora no he querido divulgar. Es uno de esos tormentosos secretos que tiene la casa y que he podido descubrir a lo largo de una de mis últimas búsquedas Descubrí que esta, para espanto mío y de mis vecinos, estaba construida sobre un gran estanque subterráneo. Es entonces que descubrimos a fuerza de picota y pala, unos escritos dejados muchos años atrás por un cronista que había visitado la casa. En las notas releímos las primeras impresiones de la hija de Doña Cachemira de Mendieta acerca de la extraña casa en que habitaban. La hija, según sus memorias, tuvo durante largas jornadas una serie de sueños extraños, que no la dejaban despertar. En sus cuadernos él habla de la posible existencia de una serie de cuadros de gran valor pictórico, científico e histórico. Seguramente los cuadros desaparecieron luego de la gran inundación que cubrió la casa por completo.  Según la hija, siete largos años estuvo la casa inundada por  las turbias aguas crecidas. Sin embargo, en el interior no entró ni una sola gota. La casa parecía durante ese tiempo un gran submarino terrestre, que se mantenía bien guardado y protegido de las gélidas aguas del exterior. Las casas vecinas; en cambio, no tuvieron la misma suerte. Incluso el eucalipto quedó entre las aguas. Hasta hoy sigue mostrando las arrugas producidas por el agua, como arrugas que aparecen en los dedos cuando una persona se mete en la bañera durante mucho tiempo. Toda la ciudad se inundó, quedó bajo el agua; sólo cuando volvieron a contener al gran lago las aguas desaparecieron. Habían subido poco a poco, primero unos centímetros, luego un metro (y ya la gente se fue de la ciudad), dos metros (ya no quedaba nadie y no había comida), tres metros (los peces se asomaban por las ventanas), cuatro metros, ocho metros, diez metros, once metros (ya no se veía ninguna casa, sólo las torres de las ocho iglesias y la estatua del gran general sobresalían), doce metros, trece metros…
Finalmente, luego de años de espera y de cultivos dentro de la casa, luego de haber cavado un túnel artificial hacia la superficie, luego de haber inventado un aparato productor de oxígeno, luego de olvidar el color del sol, luego de olvidar la sequedad del aire; luego… lograron salir al exterior. Justo ese día, las aguas bajaron extrañamente de nivel. Fue un diluvio, con animales y todo. Con Noé y el arca. Sólo que se olvidaron de los ingeniosos descendientes de los Mendieta. Cuando regresó la normalidad, todos se sorprendieron al ver una gran chimenea (el túnel) proyectarse hacia el cielo, como si quisiera tocar las nubes. Sabiendo, obviamente, que las nubes no se pueden tocar. Son invisibles cuando se está entre ellas. Yo soy testigo de ello, ya que trepé por el túnel, llegué hasta las nubes y comprobé una teoría que había desarrollado de pequeño. En fin, los cuadernos se habían mantenido escondidos durante largos años. Durante esa soledad submarina, murió finalmente Don Mendieta. Lloraron. Ella, la pequeña, escondió sus cuadernos por pena.
Los cuadros en cambio…mantuvieron el secreto.

La séptima razón es el porqué escribo estas notas. Es el regalo número tres. Prometido y que se cumple con estas notas. (De la nada surgen la nostalgia y la melancolía en él. Mientras recuerda sus rostros grabados en el tiempo) Las escribo como testamento, como testimonio. Este relato es todo lo que me queda y la casa y mis memorias, o más bien la memorias de esta casa, que no sabe escribir, que no puede, que no tiene manos. Yo lo hago por ella, igual que la hija de Mendieta, igual que Matilde. Rendirle culto, quererla. Todos de alguna manera lo hemos hecho. Mi casa querida, mi casa amada.
Mis vecinos, que tan poco saben de la casa. El rosal, Matilde.
Las memorias, lo dejan todo por sentado, todo arreglado. Mi casa, yo. Tan hermosa.

Ocho. Mi perro. Lo encontré el primer fin de semana en mi casa, husmeando en las chacras del fondo del terreno. Es tan grande el terreno que yo y mis vecinos hemos estado siguiendo una tradición de los propietarios de la casa: cultivar verduras y frutas. Los árboles frutales crecen en casi toda esa esquina. Muchas veces, ante la amenaza de invasión de los niños del barrio, tuvimos que recurrir a métodos poco ortodoxos de protección y lucha contra el terror de nuestros árboles frutales. Nos conseguimos un par de espanta-niños. Estos bichos, monstruos, o como quieran llamarlos, se los contrata en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad. Los logramos convencer y ellos vinieron a quedarse durante un par de noches en el terreno. Desde ese día, los niños, cuando se acercan a la casa, siempre cruzan al frente y evitan mirar en dirección a mi terreno. Nunca más se acercaron, ni desearon comer mis frutas. Sólo la linda Matilde se animó. Todos pensaron por mucho tiempo que yo era el espanta-niños y que mis vecinos también lo eran. En esa esquina de los árboles frutales es que me encontré al Boicot. Sí, así se llamaba. Era un perro pequeño pero muy autoritario y cortesano.
El Boicot era un perro genio. Sabía escribir. Era un perro poeta. Había recibido su don de parte de un ser misterioso. Nunca me dijo cómo era este ser. Yo siempre me lo he imaginado como un gigante de aspecto grotesco. Escribía muy lindo sobre lo enigmático de la vida y de la existencia, sobre lo mágico de lo cotidiano y lo ordinario de lo llamativo. Era un gran poeta, pero no era un gran pensador. Sus ideas conservadoras de la política siempre me descomponían. Partidario de los regímenes totalitarios de derecha, el Boicot (él se llamaba a sí mismo Sócrates) siempre lanzaba discursos escritos. Sus más profundas convicciones las ladraba a gritos. Claro que esas convicciones yo no las entendía; me las repetía luego por escrito. Inmediatamente, yo me descomponía y me tenía que meter en cama con fiebre. El Boicot aparecía luego con el rabo entre las piernas y una mirada de angelical arrepentimiento. Yo lo saludaba y él se subía a la cama. Fue mi acompañante, mi amigo, mi perro. Durante 5 largos años apagó mi soledad. Se hizo cargo de que recuerde como reír. El día que murió yo estaba lejos de él. Muy lejos. Por razones que todavía no he podido esclarecer, no estaba en la casa ese día. Él siempre se quedaba viendo por la ventana esperando mi regreso cuando yo por alguna razón tenía que ausentarme. Me dejó un poema sobre mi cama y firmado con la huela digital de su pata. También me dejo todos sus otros poemas.
Obviamente, nadie nunca me creyó el hecho de tener un perro poeta. Así que hasta ahora me atribuyen todos sus poemas. He sido muchas veces invitado a dar conferencias de poesía, he recibido 19 premios nacionales e internacionales de poesía y literatura. La prensa siempre se pregunta por qué no publico otro poemario.  En las entrevistas normalmente contesto con un modesto silencio. Y luego me voy.
Supongo que ese era el verdadero boicot. Organizado por el mismo Boicot, él fue quien envió la carta a la editorial y quién mandó luego todos los poemas; en todas las cartas ponía en claro que no quería ser visto por nadie debido a una extrema agorafobia. Lástima que murió antes ver publicada su obra a mi nombre. Siempre usaba mi nombre para tales fines. Su último favor.
Mi boicot, te extraño.

Número nueve. El viento, que cuando sopla contra mis paredes crea la música más hermosa. Llena de vida todo el recinto. Y ahora que el Boicot y Matilde se han ido, llena esos vacíos y muchos otros vacíos en mi alma. El viento entra y cambia mi estado de ánimo. Últimamente he estado bastante deprimido. Las ausencias me han estado comiendo los últimos pedazos de felicidad. Pero cuando entra el viento con sinfonías y conciertos nunca antes escuchados se reparan los aparatos de mi alma. Mi máquina vuelve a andar. Me dicen “yo te conozco”, “yo te entiendo”. Me tranquilizan. Parecen ser varios los que penetran en mi casa. Yo, mientras tanto, les sirvo el té. Siempre me piden lo mismo. Se quedan viendo mientras producen aquellos sonidos. Luego me susurran al oído palabras reconfortantes. Son varios. Definitivamente, el Boicot hubiera querido escuchar su música y hubiera escrito sobre ella.
Ahí, en el atardecer busco entonces las sombras de todas las personas que han pasado por esta casa. Las tristes historias de sus ocupantes. Nostálgicos y cansinos. No lograron restablecerse y por eso dejaron testimonios de su extraña existencia. El viento nos consuela y nos despeja las penas. Hace una semana mi vecino, Benjamín I, murió. Su mejor enemigo y yo organizamos un pequeño velorio para aquel personaje que nos había hecho los días más amenos. Mientras ordenábamos sus cosas encontramos un par de notas escritas por él. Hasta ese momento sólo sabíamos de él que había perdido su casa y su negocio. Estas notas nos dejaron claramente compungidos y adoloridos. Nos enteramos de la trágica vida que Benjamín I nunca nos quiso revelar (padre de mi compañero de trabajo). Las notas decían lo siguiente:

“Han pasado ya 65 años, tres meses y 7 días desde el día que te fuiste, retoño amado. Siempre creí que iba a poder protegerte, yo debía ser tu refugio, tu escondite, tu cueva, tu casa del árbol. Yo debí ser tu caballo y tú el jinete orgulloso. Yo debí ser el avión y tú el piloto. Eso ya no va a poder suceder, tal vez algún día nos volvamos a ver. Yo siempre voy a lamentar no haber podido jugar más tiempo contigo. Te quitaron de mí, y he estado llorando durante mucho tiempo. He tratado durante muchos años poder acordarme de tu mirada. De tus ojitos llenos de felicidad. Aun así, nada ya te va a traer a mí de nuevo. Ahora vivo en una nueva casa. Esta casa es extraña, bueno en realidad vivo en la cabaña que se encuentra frente a la casa. Los grandes jardines que tiene y el estanque te habrían encantado. Los árboles llegan  hasta el cielo y se confunden con las nubes. Hace poco, con mis vecinos, uno medio extraño que vive en la casa y que constantemente la revuelve de pies a cabeza, y el otro más bien recatado, que vive detrás mío. De él debes saber una cosa, es un verdadero guerrero, un soldado de la guerra. Hace unos meses libramos una anecdótica batalla. El otro vecino quedó maravillado con las escenas que montamos y entonces exageramos aun más todas las partes de sangre y drama. Debes entender que las guerras que libramos los adultos son mucho más intensas que las que ustedes realizan.
Con mis vecinos, como te venía contando, construimos una majestuosa escalera para que, en caso que decidas, volver puedas usar este nuevo artilugio que sube hasta los cielos. (Claro está que ellos no sabían  para qué quería construir la escalera).
Los vientos en este terreno tienen los sonidos más lindos. Suenan a los cantos que te susurraba cuando eras niño. Me hacen tanto recuerdo a tus ojos y tu risita. Y  por un instante no me siento tan solo.
Espero que pronto nos volvamos a encontrar. Ya no me queda mucho en este terreno, en este jardín. Voy a extrañar a todos, especialmente a la niñita del rosal. Si la hubieras podido conocer. O al perro de mi vecino. Siempre me miraba con unos ojos extraños y me ladraba. Al poco tiempo aparecían en mi puerta una serie de cartas pidiéndome que lleve a alguien  a la televisión. Siempre sospeché que eran del perro (llevaban una pata de perro impresa en el papel). Esta casa tiene algo, algo maravilloso, que nos ha devuelto a la vida, hijo mío, ahora la espera no es tan larga. Y la soledad ya no es un dolor.”(lágrimas caen sobre el papel; su rostro empalidece)
El viento lo despidió con un pesar inexorable. Y nosotros, los dos que quedamos, regresamos a la casa sin decirnos una sola palabra.

Yo. Esa es la décima razón. Yo soy íntegro en este lugar. Mi propia historia se escribe en este lugar. Acá vivo el presente. Soy mi presente.
En esta casa encontré un propósito a mi tristeza y a mi pena. Un regalo. Un regalo para mi casa. Un motivo para vivir. 
He decidido disfrutar todos los rincones que me ofrece esta casa, sorprenderme todos los días con las cosas pequeñas que tiene ocultas y que nadie ha visto. Y lo más importante, dejar testimonio de su magia y de su encanto. Todas sus rarezas, todas sus cualidades.
Pero sobre todo, en esta casa he aprendido a ser feliz.




Ahí en el atardecer aprendió a vivir. Una lección que nadie le mostró, que aprendió solo. Los traumas del pasado…
Él.
El accidente. La redención. La soledad. El dolor. El  niño y su madre. Él no, sólo ellos.
Él no frenó a tiempo y luego encontró la casa. Que se tragó su tristeza. Pero el dolor… el dolor nunca va a desaparecer. Y, sin embargo, pudo ser feliz.

La casa, Benjamín, el mejor soldado, el Boicot, la pequeña Matilde. Sus soledades. Sus traumas. Sus sueños.
Su casa.




Santiago Contreras Soux, diciembre 2007

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