ARTES VISUALES, ARQUITECTURA, LITERATURA, PENSAMIENTOS

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Trabajo multidisciplinar para construcción de obra y discurso.

lunes, 24 de febrero de 2014

LAS CANICAS NEGRAS



Nació un 23 de octubre de 1955. Pronto, a los 63 años, descubrió que ya no era la misma de antes. Su cuerpo estaba deforme, arrugado, completamente marchito. No pretendía hacerle frente a la vejez, pero con el paso de los días sentía como, el transcurrir de los años (parásitos) la iba consumiendo. Se paraba todas las tardes encerrada en su soledad, miraba por la ventana, su reflejo la atormentaba. Rompió la ventana con su mano, le sangró la muñeca, se había cortado el brazo. Cada vez que miraba por “los” ventanal de su habitación,  se veía a sí misma más vieja, más adolorida y con más odio que el día anterior.
         
          El día que nació, la Justa, su madre, había muerto. Su padre, Rufino Alcoreza, aterrorizado ante la idea de tener que cuidarla solo, la dejó con su tíos. Unos hombres viejos, viejos, viejos, viejos. La cuidaron muy bien hasta que murieron. Su padre también murió.  Una noche, alocado, completamente borracho, Rufino descendió la empinada calle y las escaleras que conducían a su casa.  Trastabilló unos instantes antes de seguir bajando; el cuerpo le temblaba, las piernas no le funcionaban bien. Se tambaleaba de un lado a otro.
  -Buenos días coronel- La voz de Rufino se perdía entre la neblina de la noche. Una serie de cuerpos, translúcidos, transparentes, deambulaban por la senda. Rufino, los saludaba, se inclinaba. –Descuide don Marlon- Ya pasaban las 4 de la madrugada de aquel  miércoles. Un silbido profundo penetraba las puertas: desde la cordillera el rumor de los vientos malignos chocaba bruscamente con el cuerpo de Rufino, que se caía demolido por la furia del aire. A tropezones  se volvía a parar y retaba al viento, pero nuevamente era vencido. Continuaba su descenso entorpecido y furioso, lleno de rabia. Rufino, lo llamaban, Rufino, clamaban por él. Detrás suyo, la figura de una enorme mujer se abalanzaba sobre su cuerpo debilitado.
         
No hubo entierro para su padre. El cuerpo de Rufino Alcoreza nunca fue encontrado. Sobre la calle se encontraron con un hilo ensangrentado que no tenía final. El hilo se perdía a lo lejos y continuaba su sinuosa ruta a través de las montañas, escalando hasta las mismísimas nubes. Esa mañana las habían bañado en sangre y no en leche.

No hubo entierro para Rufino Alcoreza. No hubo entierro para Rufino Montalvo, no hubo entierro para Rufino Martínez. NO, no hubo entierros aquella mañana, el día que ella cumplía cuatro años.

A los 54 años la llevaron al manicomio. Estaba loca, dijeron. Estaba loca, dijeron, estaba loca…
Los médicos se la llevaron. Entraron a su casa, rompieron la puerta, rompieron las ventanas. Es por tu bien, hija mía. Dios le hablaba desde la televisión encendida, es por tu bien, hija mía, es por tu bien.  Se la llevaron los doctores. La cargaron encerrada en unas túnicas blancas. Le lastimaron su brazo, le golpearon en la cabeza. Es por tu bien, hija mía. Odiaba a Dios, se odiaba a si misma. Aterrada, encerrada, en un jaula completamente blanca. Todo era blanco, como anticipando su temprana vejez.

Y a sus 63 años miraba por las ventanas esperando algún día poder escapar de aquella prisión, que se había convertido en  su vida. Su tierna vejez. Es por tu bien, se decía a sí misma. Es por tu bien, le decía a su sillón. Hablaba con Dios cada mañana, Él se sentaba en un sillón dentro del televisor. Y le hablaba. Tenía 63 años, había tenido una vez cuatro, el día que su padre, Rufino Alcoreza murió. Tenía 25 años, sí, ella se acordaba, el día en que conoció a  Alfonso.

Alfonso tenía los ojos verdes. Usaba siempre un saco color café. ¿O era gris?  Alfonso apareció un día en el restaurante que ella había heredado de su padre; apareció con su traje café o gris y con un sombrero negro. Tenía bigotes delgados, negros también. Tenía ojos verdes y usaba un traje…
Ese día en que Alfonso entró en el restaurante con su traje café o gris y su sombrero y bigotes negros y sus pantalones oscuros y la camisa blanca, ella estaba detrás del mostrador. Estaba cocinando. No lo volvió a ver por mucho tiempo. Se cautivó.
Su nombre era Alfonso y tenía un traje café o gris o negro. Lo volvió a ver en la fiesta de las hermanas Taboada. Era una fiesta grande, llena de gente “bien”.  Ahí lo volvió a ver, tenía un traje… Esta vez no era el traje café o gris o negro o blanco. Ella estaba sentada en la barra. Alfonso la miró con sus ojos verdes, ella sonrió. Él la volvió a mirar, ella sonrió.
Se desnudaron, se tocaron, se sintieron. Era Alfonso, el de los ojos verdes. Era el hombre más guapo de La Paz y estaba con ella. Tenía un traje café o gris o negro o blanco o no tenía traje. Ella nunca olvidó esa noche.
 La atravesó, hasta el fondo de su alma, ella en un regocijo de placer estalló dentro de sí. El traje y el sombrero sobre el suelo.

Miraba por la ventana. El rostro de Alfonso se precipitaba sobre las gotas que caían golpeando el vidrio. Alfonso se había ido…


Odiaba a Alfonso y lo deseaba. No podía dejar de pensar… Volvía cada mes de Chile. Se veían en el lugar de siempre, él siempre con el traje café o negro… Pudor. Placer. Dolor. Se estremecían los cuerpos, se balanceaban, se entrelazaban.  Antes de su llegada aparecía una carta de Alfonso debajo de su puerta. Ella coleccionaba las cartas, las ordenaba por meses y años. Tenía un armario para las cartas, todas las noches se sentaba sobre su cama y empezaba a flotar encima de ellas, salían del cajón danzando y marchando. Ella las abría una por una y las leía todas, todas.  El cuarto se llenaba de una espesa neblina, sonaban las ramas de los árboles, formando una música apaciblemente estremecedora. Él se aparecía entonces, con su traje café o gris… La miraba desafiante por entre la puerta y se abalanzaba sobre ella como una bestia…

Miraba por la ventana y las lágrimas vertidas por los años dejaban ver su rostro arrugado. Marchito, ajado. Ella también estaba llorando y la ventana la acompañaba en su soledad.

Loca, loca, loca. Se estremecía. Loca, loca, loca. ¡Cállense, imbéciles! No estoy loca, no estoy loca, no estoy loca, no estoy loca. ¡No lo estoy! Se agarraba la cara, se la estiraba, se rasgaba la piel. Se desprendían pedazos ya muertos listos  para su entierro. –Cuando me muera me vas a enterrar en un cementerio con una bella vista, ¿Sí,  Alfonso? Cuando me muera, cuando me muera no me olvides. Loca. Loca. Loca.

Al cuerpo ficticio de  Rufino Alcoreza lo “enterraron” en un cementerio a las afueras de la ciudad. Quedaba a las faldas de un amplio desfiladero; las tumbas se extendían como parásitos sobre la tierra. Los nichos se confundían con las casas que aparecían mucho más abajo. La ciudad parecía integrarse al cementerio. ¿O era al revés? Las casas aparecían como pequeños empedrados de diferentes colores trepando hasta el horizonte. El Illimani, siempre vigilante y opresor, quería comerse la ciudad. Acorralada, sin salida. Detrás suyo, el altiplano evitaba su huída: ciudad maldita, ciudad eterna, ciudad invisible. La lápida y el nicho de Rufino se encontraban en la parte más alta del cementerio. Lo habían construido con piedra cortada y mármol. Era un bello nicho.
Con los años el nicho se fue enterrando, queriendo olvidar la ciudad, consumido por la montaña que poco a poco iba comiendo al parásito.  Un día el nicho se perdió y de la tierra surgió un hilo rojo que empezó a bajar hasta la ciudad y dio encuentro a la muchacha.

Su nombre era…
Su nombre…
Helena… ese era, ese era su nombre.

Cuando Helena vio el hilo, tenía ocho años. Cogió el hilo y la sangre empezó a trepar por su brazo hasta llegar a su boca. Se abrió. Y el hilo también empezó a trepar.
Helena  pensó que había encontrado a su papá. Supo entonces que ya no  estaba sola.

Años más tarde, frente a la ventana de su habitación, se acordó del hilo de su papá. Buscó en su “Caja de los Recuerdos” y ahí estaba.

Helena corrió y corrió y corrió. Siguiendo la línea ensangrentada del hilo de su padre. No se cansaba. ¡Lo voy a ver, lo voy a ver! El hilo daba vueltas a las manzanas, iba y venía. 
En su camino se encontró con un niño de ojos muy oscuros. Lo miró, sus ojos eran profundos, extraños, como un túnel. El niño la miró y se desvaneció. En el piso, encontró dos canicas negras. Las recogió y las guardó en el bolsillo. Se aprestaba a seguir corriendo y el niño la tomó de los brazos. ¡Sus manos estaban heladas! Se dio la vuelta bruscamente. El niño abrió su boca… Un líquido negro caía como cascada de sus fauces. Un turbión negro descendía furioso por la calle, tragando gente y animales. El niño… el niño no tenía ojos.
-Devuélveme mis ojos, no son para guardarse, no les gusta la oscuridad- Dámelos.
Helena buscó en su bolsillo segura de tener las canicas negras. ¡Ya no estaban!
El niño la miró, con sus ojos…
Ella ya no veía nada. Ya no podía ver. Todo se borró. Se perdió completamente, oía todo más fuerte, todo olía más fuerte.
-Tus ojos no ven lo mismo que yo veía. Tu nombre es Helena.-
Helena volvió a revisar. Buscó en la oscuridad, tanteando en su bolsillo; su mano se sentía indefensa  dentro de aquella cavidad. Perdida dentro de aquella eterna e infinita oscuridad encontró las dos pequeñas bolas.
Abrió los ojos y el niño no estaba, pequeñas gotas  de sangre salían de sus ojos. Se limpió y volvió a ver. Estaba en el cementerio. Pero había perdido el rastro de la sangre. Busco horas de horas hasta que se hizo de noche.

-¡Helena! Helena despierta. Esa noche la despertaron, tenía fiebre, en su cama aparecieron dos canicas. Y el hilo de su padre también. Estaba temblando, le mostró a su tía las canicas y su tía se asombró.


El día que su tía murió Helena había cumplido diez años. Todos dijeron que había muerto de tristeza, pero Helena estaba segura que tenía que ver con las canicas de su cama. Todo empezó con la muerte de sus primas en un accidente en el baño. Las dos chiquilinas estaban jugando a los “marineros” en la tina y al parecer un cable se desprendió del techo y cayó justo sobre la tina llena de agua. Murieron electrocutadas. Helena encontró más tarde las canicas en el baño.
Meses más tarde, luego del entierro, el esposo, Armando Ataúdes, se cayó de un edificio en construcción y se desplomó dentro de un ataúd llevaban hacia el cementerio. Cuando sacaron el cuerpo de don Armando del ataúd, curiosamente no encontraron el otro cadáver. Los dos cuerpos se fundieron, cuando Don Armando al caer, todavía vivo, sobre el otro cuerpo, fue apresado por el extraño ser. No lo dejó salir y terminó apoderándose del cuerpo de don Armando. Helena le miró a los ojos al cadáver y él también la miró; ella reconoció aquella mirada.

A sus 63 años frente a su ventana se acordó del niño…

Su tía se fue muriendo cada día con el recuerdo de sus dolores. Manchada por dentro, se olvidó de la existencia de Helena. La casa se llenó de polvo, se respiraba un aire denso y fétido. Los ambientes se oscurecieron, la casa parecía poseída por la oscuridad del corazón de la tía que fue envejeciendo. Su rostro se empalideció, sus ojos se nublaron, dejó de hablar, luego de comer, su mirada se perdía distante en el infinito de sus pesadillas y sus miedos. No quería que a ella también le pase. Una noche dejó de respirar. Helena encontró las canicas en la mano izquierda de su tía. No las había soltado. Cuando por fin logró sacarlas, su mano estaba quemada, carbonizada. Helena recogió temerosa las dos canicas. Las maldijo y decidió nunca más sacarlas de su cajita.

Su habitación era como una cajita blanca, diminuta y escalofriante. Ella se sentía atada a su prisión. Todas las noches sentía morir su alma, cada  vez sentía menos y recordaba más. La trajeron una noche, la capturaron. Se la llevaron los doctores. La cargaron encerrada en unas túnicas blancas. Le lastimaron su brazo, le golpearon en la cabeza. Es por tu bien hija mía. Tenía 54.
Todo era blanco, como anticipando su tierna vejez. Todo era blanco. Loca. Loca. ¡LOCA!...

Loca, no estoy loca, yo no he sido, yo no fui. Yo no fui.
YO NO FUI….

Es por tu bien, hija mía, es por tu bien. Necesitas estar sola.

Helena Alcoreza, la acusamos por…

(Yo no he sido, hijos de puta, yo no he sido)

Un día dejó de ir. Él, el traje café o blanco o gris o verde o rosa o…, o… ¡O! El sombrero, los pantalones, los chocolates y las flores. Los besos. Las caricias. Todo se esfumó. Las cartas. Las seguía leyendo.
 No apareció más. ¡Alfonso! Llevaba días sin dormir. ¡Hola Alfonso de tanto tiempo, cariño, ricura! El eco sonaba en la habitación vacía de su casa. Tenía 27 años. Alfonso, ¿me sigues deseando, no? Su respuesta se perdía en la oscuridad.
Ya no quería comer, ya no salía de la casa, ya no hablaba con nadie. Miraba la tele, miraba la tele, miraba la tele.

Pasaron meses, años y Alfonso no regresó.

El día que dejó de venir Helena murió, murió por dentro. Ella lo sabía, sabía que un día iba a desaparecer. Lo odiaba, lo amaba, lo deseaba. LO NECESITABA. Pero, cuánto lo odiaba.

Desapareció, frente a la ventana llena de lágrimas. El vidrio estaba empañado. Su rostro se desvaneció. Fue borrado por la lluvia. Apagó las luces…

Helena apagaba las luces de su casa todas las noches esperando, tal vez ya sin esperanza, pero acostumbrada a velar su situación, esperando que Alfonso entre por la noche y le haga el amor. Estaba perdida sin él.

Ya la gente no la veía, parecía un fantasma andante cuando salía a las calles. No se peinaba, no iba al restaurante, se aparecía en lugares oscuros. Se escabullía entre las multitudes en la noche, Deambulaba los bares de mala fama de las laderas. Ella era una chica de “bien”, sus amigas dejaron de hablarle al enterarse. Se emborrachaba, se conseguía unos hombres que la satisfacían por la noche.
Hasta que una noche, envuelta con un borracho, brutales, llenos de rabia los dos. Algo se movió… Rodó…
El hombre se asustó…

Yo no lo hice.

Del cuarto de al lado un líquido negro se deslizaba amenazante haciendo ruidos hacia la cama. El hombre desnudo se paró.

Yo no lo hice…

Ella lo agarró, el líquido se acercó al hombre. El hombre luchó…

Ella lo hizo… Lo hiciste, TÚ, TÚ fuiste

Cubrió el cuerpo con las sábanas, lo envolvió y se lo llevó en su auto.  Condujo una hora entera y echó el cadáver a un hoyo junto al resto de ellos. Junto al resto de ellos.
En la sábana alguien había escrito Alfonso.

Despertó tirada sobre su cama. Los tragos de la noche anterior no la dejaban pensar con claridad. Estaba mareada y como siempre tenía sangre en su…

Yo no lo hice…

Loca. Loca. Asesina. Asesina…
“La sentenciamos a pasar el resto de sus días en el Manicomio Municipal, debido a su locura.”
No estoy loca…

Ella sabía que las canicas tenían algo  que ver.
Abrió la cajita que estuvo cerrada tanto tiempo y encontró… DEDOS, decenas de dedos. La caja estaba llena de ellos. Y había uno, uno con el…
…Anillo de Alfonso…

Ese día perdió la razón: Tenía 54 Años cuando se puso a gritar hasta perder la voz. Ahora su voz vagaba libre por el aire de la ciudad, se desplazaba en total libertad, lejana y distante. Ella miraba por la ventana…Tenía 63 años.


Miraba por la ventana, llorando. -¿Dónde estás, amado mío, dónde estás?  El rostro de Alfonso se perdió en el reflejo. Afuera, sobre el borde del ventanal, dos canicas negras la miraban atentamente. Ella por un instante vio el rostro del niño…
Las ventanas se abrieron.
Las canicas rodaron…

Alfonso apareció…
-        Veo que tú tienes mis canicas negras, dámelas. Años atrás me diste las  equivocadas.-
Ella no podía gritar… Lo intentó pero no pudo. Alfonso tenía los ojos verdes…

La figura negra  de un hombre con su traje café o negro o negro o negro o negro o negro se perdió en las tinieblas de la noche. Su paso dejaba un rastro negro en el camino.

          En su habitación blanca, Helena yacía tendida de lado en el piso, su corazón le había sido arrancado; estaba negro,  junto a ella. Alfonso, que había perdido sus canicas de niño, había recuperado una parte de su tesoro…

          La figura negra se sumió en la profundidad de un cañón.

          ÉL y sus bolas negras regresaban a casa…


Siguiendo el sendero que lleva al cerro, unos niños descubrieron ese día una fosa llena de canicas negras. Todo el recinto estaba lleno de ellas, había millones, todas parecían contar una historia, una historia triste. Los niños se asustaron y corrieron, pero era demasiado tarde…

         
Nació un 23 de octubre de 1955. Pronto, a los 63 años, murió repentinamente en un accidente. Encontraron su corazón negro, pintando el cuarto de negro. El cuarto no dejó jamás de oler a montaña…





Santiago Contreras Soux,  Enero 2006

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