ARTES VISUALES, ARQUITECTURA, LITERATURA, PENSAMIENTOS

ON ARCHITECTURE, VISUAL ARTS, LITERATURE AND MORE...

Trabajo multidisciplinar para construcción de obra y discurso.

lunes, 24 de febrero de 2014

EL VISTANTE



El día que el visitante los buscó, ese día ellos no imaginaron  poder ver cosas semejantes.

El visitante, armado con sus mejores productos, empacaba todos los meses y partía hacia diferentes ciudades para presentarse en las casas de sus mejores compradores.

Vivía en una modesta casa y visitaba casas modestas también. Estaba acostumbrado a caminar por campos desolados y largos trechos de soledad. Su única motivación era vender sus productos, vender los pequeños trozos de su producción mensual de arbustos para la felicidad.

El visitante tenía los cabellos largos y cansados de tanto viento y tanto polvo. Atravesaba el país entero buscando a las personas más tristes del mundo. Las buscaba durante semanas en guías de teléfonos, sueños y muchos otros parajes. En la búsqueda de los remedios para curar el mal de la tristeza, él se decía a sí mismo que siempre iba a haber una cura.

Una de las curas de esa temporada era ese arbolito, arbusto más bien, que prendía sonrisas en las personas viejas (entre otros atributos). Esas personas que ya no viven con nadie y no tienen a nadie. Esas personas que han dejado de vivir la realidad y viven en sus propios recuerdos. Sus rostros, muchas veces vacíos y olvidados por sus seres más queridos, buscan todos los días una pequeña gota de sonrisa que les abra los corazones.

El visitante lo sabía y creó un arbusto que se regaba con sonrisas.

A veces, al visitante le tocaba aparecerse en la casa de algún adinerado que había perdido el rumbo de su vida. A ellos les gusta contar sus problemas, entonces hablan y dejan escapar todo. Llantos y lágrimas. Él se regocija viendo a estas personas, antes tan toscas y secas, ablandarse y mostrar su lado más humano. Se regocija al verlos reír. Empaca sus cosas y se marcha. Deja una pequeña cuenta en la puerta y sale disparado hacia el exterior. Buscando siempre encontrar almas que le den un motivo para vivir. Vivir bien.

Su búsqueda lo ha llevado por diferentes lugares. Ha visto paisajes y ha hablado con gente. Si hay algo que le encanta al visitante es hablar con gente que necesita decir algo.
Todas estas personas le dejan un recuerdo, le dejan un presente y él los colecciona. Los guarda en un gran cuarto en su casa. Todos le regalan algo de mucho valor y él, pacientemente, guarda aquellos regalos bien etiquetados y empacados. Si hay algo que lo hace feliz, es ver la bondad en el otro. Ver ese gramo de compasión que los hace actuar. Se regocija cuando ellos le devuelven el favor.

El visitante adora una pieza de música que se ha grabado en su mente. La escucha en todo momento y recuerda sus primeros días en el negocio.

La tristeza lo había consumido. Su vida no tenía sentido, hasta que se dio cuenta que ella lo había desnudado. Se dibujó entonces en su mente la idea de que debía recordarles a todos que en esa tristeza se podía encontrar la paz que se necesita para ser feliz.

Y así empezó. Era un invierno crudo. Y comenzó…

Cuando empaca sus cosas, deja todo lo que no le va a servir en el viaje. Siempre lo acompaña un perro. Se llama Ulises. El perro es su compañero. Él piensa que es ideal, ya que los perros son animales que les suben la estima a las personas. Entonces, piensa que si va acompañado del Ulises, será más fuerte para recorrer los caminos solitarios hacia sus clientes. Siempre acompañado. Del Ulises y la soledad.

Sus cosas le dejan poco espacio para otros cargamentos, tales como comida y otros bártulos inservibles. Su búsqueda empieza temprano y con holgura. Sus antiguos compradores le dejan comida en sus puertas, él la recoge y la consume cuando tiene hambre. Lo que no come, lo come el Ulises. Es un perro hambriento. Siempre lo fue.
Ahora, el Ulises se está poniendo viejo. Ya no tiene esa chispa que se le prendía en los ojos cada vez que partían hacia un nuevo recorrido. El visitante lo sabe y lo comprende. Los años de los perros siempre avanzan más rápido que los de los humanos. Entonces, se dice a sí mismo que hay que ir más lento, o el Ulises se va a cansar. Su música suena en su cabeza. El invierno…

Él lo sabe. Lo sabe bien. No tiene dudas.

Un día visitó a un antiguo soldado. El soldado le dijo: “Los términos para el final de la guerra estaban sobre la mesa. Sólo los tenían que abrir. Y los niños iban a dormir felices por primera vez en sus vidas. Los términos para la renuncia del presidente estaban sobre la mesa. Sólo tenían que leerlos para entender que la guerra finalmente podía acabar”.
El visitante se perdió en sueños. Finalmente se despidió y le dejó una muñeca en la puerta. El soldado sonrió y con un ademán sincero le entregó un par de zapatos nuevos.

La esperada llegada del visitante se acercaba.

Pasó por pueblos. Pasó por ciudades, llenas de carteles y delirante personajes. Pasó por casas y caseríos. Por senderos llenos de árboles. Campos verdes, campos secos. Sequías e inundaciones. Hasta que llegó a una casa que era diferente a todas las demás. Afuera, un niño repartía comida a sus animales. Trató de seguir camino, pero quiso doblar y dirigirse al pequeño.

Tenía los ojos turbados. Llenos de lágrimas que fluían en diferentes direcciones. Lo tocó y el muchachito no se percató. Le habló y no lo pudo escuchar. El Ulises se quedó petrificado. El visitante. Le sonrió al niño…

El niño levantó una mirada profunda, pero derrotada. Cansado ya de respirar. Con polvo en la nariz, carcomida por los sinsabores de la vida. Cansado ya de vivir. La tristeza se apoderó del visitante. Dejó escapar una lágrima. Sus arbustos no le iban a servir. Ya nada podía hacer. Ni su música lo podía ayudar.

Perturbado, el visitante se dejó caer sobre el suelo. Los otros niños que se reunieron a su alrededor lo miraron desesperados, buscando una respuesta. Pero el visitante ya había sido abatido.

Entró en trance y tuvo que despedirse. El Ulises, en cambio, decidió abandonar a su dueño y quedarse en la casa de ese niño. El pequeño sonrió al cabo de una semana, cuando el Ulises dejó de mirar al horizonte buscando la sombra ya desvanecida de su antiguo amo. El niño sonrió y el Ulises, que sabía cual era su misión, se quedó junto a él. Luego, murió. No de tristeza, sino de vejez.  El visitante sabía que iba a morir en aquella casa, por eso se tuvo que ir. Plantó uno de sus arbustos en el jardín pequeño de la casa y se marchó.

Cuando se iba, miró hacia atrás y vio a su perro dedicarle la mirada más profunda y conmovedora de todas las que alguna vez pudo regalarle. Se dio media vuelta y se limpió las lágrimas. El resto del camino lo iba a tener que realizar solo.

El niño corrió tras él y le entregó un pañuelo. El pañuelo estaba limpio. El visitante lo guardó y lo cuidó durante muchos años más.

Los últimos rastros del día se perdieron. Los rastros de los árboles también. En la encrucijada, miró para continuar su ruta. En ella encontraría muchos niños. Y supo, entonces, que ahí debía quedarse el Ulises. No se lo dijo, pero el perro de todos modos sospechó las intenciones de su amo.

Ahora su viaje estaba por terminar, le quedaba una sola casa más por visitar.

Nunca imaginaron que iban a ver al visitante. Tan lleno de felicidad. Realizado y jovial. Lleno de energía. Nunca pensaron que se iba con la corriente…

Finalmente arribó. Se dio cuenta que ahí debía terminar su largo viaje. Que ya nada en su casa lo aguardaba. Que su propósito estaba cumplido. Que su misión en la vida estaba realizada. Sus arbustos habían servido.
Los saludó. Ellos no podían creer lo que veían. Al parecer, él tampoco. Sonrió. Era feliz. Los había encontrado. Lejos de casa, pero tan cerca. Lanzó una carcajada y sus ojos se perdieron entre unas extrañas gotas.

Ya estaba viejo. Tenía que creer en el amor por ellos. Los muertos pertenecían a otro mundo. Al que él se encaminaba. Tenía que creer.

Había cumplido. Sus últimos arbustos. Sus últimos objetos. Otro los iba a guardar.
No acaba así nomás. Y ahí, ese nuevo invierno lo había encontrado. Detrás de aquella puerta. Alguien continuaría… Él lo sabía.

No imaginaban ver cosas semejantes.





Santiago Contreras Soux, Marzo 2009

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