Tal vez todo hubiera sido diferente si Martín le hubiera dicho ese día
que la amaba. Cuánto habría dado por animarse a sacar esas palabras de su boca
atragantada de saliva viscosa. Martín se quedó con la boca tapada con un
gigante “maskin”, de esos que nunca lastiman mucho cuando se pegan al pelo.
Sólo logró sacar un pequeño ruidito de grillo que ella nunca logró descifrar.
Ella siguió su camino y a dos cuadras dobló hacia la derecha y terminó llegando
a su casa. La puerta era blanca, de metal, y estaba algo oxidada. Los años le
habían quitado la pintura. Martín se fijó en qué casa entró y grabó esa imagen
en su cabeza, ahora seguro de que ya no iba a haber problemas, que iba a ir al
día siguiente con un ramo enorme de flores, globos, payasos y acróbatas para
que, entre todos, con un cuarteto de cuerdas, le dediquen un aria cantada por
un profesional. Sí, eso es lo que pensó Martín. Planeaba en su cabeza una
sorpresa para despertar el amor de Ludmila.
Tal vez todo hubiera sido diferente si Martín hubiera podido encontrar
un cuarteto de cuerdas que pueda acompañar a un cantante profesional
interpretando un aria. Uno de esos que cantan altos y bajos, que saben todas
las técnicas del mundo y que, además, pueden ser espontáneos. Uno que sepa
alemán, francés, inglés, latín, español y por supuesto portugués, para que así,
pueda cantar cualquier aria sin sonar falso. Hubiera sido diferente. Si los
payasos aparecieran de la nada en la calle danzando y los malabaristas
entreteniendo a la gente con sus juegos, entonces los niños hubieran saltado de
sus casas y danzado junto a todos esos colores, moviéndose. Los del cuarteto se
habrían sacado sus ternos negros aburridos y tendrían ahora unas ropas acordes
a la felicidad de la calle. Entonces, todos danzando, habrían ido a casa de
Ludmila y habrían tocado la puerta blanca oxidada. También habrían aparecido
mimos y gitanos que escupen fuego. Los transeúntes mirarían extrañados al grupo
festivo de gente atravesar la calle. Y Martín habría estado al frente de la
banda, llevando un papel.
Tal vez todo hubiera sido diferente si Martín hubiera podido escribir
una carta perfecta para Ludmila. Una que no tenga detalles muy melosos; una que
sea sincera y contundente, que tenga melodía y cuerpo. Una buena carta, sin
nada banal, llena de emociones. Esa carta que nunca pudo escribir. La habría puesto
en un sobre especial que fabricaría para que sirva de la perfecta portada.
Después pensó que mejor sería leerle la carta, entonces decidió no llevar ya el
sobre. Luego dudó de nuevo y pensó que le podría entregar el sobre y la carta
luego de leerla. Si hubiera podido escribirla sería más fácil acercársele. Los
basureros se llenaron de papeles arrugados, unos con muchas líneas, otros con
menos. Papeles vacíos. Papeles que decían Ludmila. Otros que tenían dibujos
dorados. Pensó que, si hubiera sido artista, le habría dibujado un lindo cuadro
en el papel y luego encima habría escrito la carta. Si fuera músico habría sido
más fácil: sólo tendría que cantar la carta. Cómo hubiera querido poder tocar
la guitarra en ese momento. Luego, ella habría bajado sorprendida con tan
hermosa canción de amor y lo habría abrazado y dicho que ella siempre lo amó y
que él era lo mejor que le había pasado. Él habría hecho a un lado la guitarra,
que habría comprado en una tienda de música muy cara, y la habría besado en la
boca apasionadamente. Habrían podido mezclar sus lenguas y entrelazarlas. Jugar
con ellas y con la saliva de ambos. Se habrían visto el uno al otro y pensado
que estaban en un limbo extraño, que sólo era de los dos. A lo lejos, se
escucharían todavía el sonido de las cuerdas y de los niños riendo, el sonido
perdiéndose a medida que los dos se alejaban.
Cómo le hubiera gustado poder simplemente saludarla el día que se
cruzaron en la calle y que ella, con su sonrisa fulminante, le habría dicho que
la podía acompañar a pasear. Entonces habrían podido hablar de todos los temas
que uno pueda imaginarse. Él le habría contado que sabía tocar la guitarra y
que había compuesto algunas canciones. Habría podido mostrarle el cambio de
color en las fachadas grises cuando llega el atardecer: cómo pasan de un gris
opaco a un dorado, cómo de un momento a otro todas las casas monótonas empiezan
a cobrar vida y encanto propio. Le habría enseñado a mirar desde una colina
cómo los cerros y toda la ciudad se tiñen de diferentes tonalidades naranjas.
Habrían visto también el cielo retroceder y perderse en un velo oscuro.
Entonces, ella le habría contado de las penas que tenía que sufrir en su casa
con su papá enfermo y él la habría consolado. Eso habría sido tan lindo. Poder
decirle que lo sentía mucho y que estaba para apoyarla en todo. Si tan sólo le
hubiera saludado…
Todo sería tan distinto.
Tal vez, sólo tal vez, ella le hubiera insinuado que quisiera casarse. Y
él, con los ojos todavía llorosos, con la imagen de ella entrando a la iglesia
y luego dándole el beso de la unión eterna, la habría abrazado de tal manera
que ella entendiera lo que él pensaba.
Todo sería tan diferente. Él no habría lamentado el día en que Ludmila
terminó casándose con el idiota de Jacinto Rodríguez. Y Martín, ahogado en su
tormento, no se habría concentrado en
una profesión gris y sin luces. Hundido en el fondo de lo cotidiano, recordaría
la imagen difusa de Ludmila.
Se quedó sentado frente a la televisión dejando la vida pasar. Vida, que
hace tiempo partió en otro tren. Al no encontrar otro, él se dejó estar, varado
en un mundo para Ludmila.
Sus ojos son muy lindos, se dijo Ludmila para sus adentros. Le dijeron
que se llamaba Martín. Se cruzó con el muchacho que vivía cerca de su casa y
luego siguió su camino.
Santiago Contreras Soux, Febrero
2008.
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