Traspasaba ya la medianoche, el
valle condenado a la oscuridad repentina, las estrellas escondidas bajo un velo
de penumbra. Alberto llorando bajo la colcha de mamá, pidiendo que no lo dejen
sólo en la oscuridad.
En la recámara, Helena, su madre, se
vestía, lista para salir en la noche, a la intemperie, llena de riesgos y seres
inimaginables. Anhelando poder escapar y esta vez nunca regresar. Las maletas
listas en la puerta de la habitación las luces prendidas cubiertas por telas
para no despertar al niño. Adiós, adiós le dice en lágrimas y como un susurro
del viento se despide de Alberto que la llora eternamente en el fondo de su
cama asustado como si hubiera visto al diablo en persona aproximarse para
llevarlo consigo. Por favor no te vayas mamá pensando el pequeño niño, por
favor no te vayas, no te alejes de mí.
Así, con los ojos ennegrecidos por
el maquillaje corrido y la culpa haciéndola arrastrar sus pies como si fueran
dos pelotones enteros de la guerra. Llevando las maletas sale por la
puerta, sin besar por última vez a su
hijo que en su pequeño cuarto decorado con aviones y autos espera algún día
poder volver a verla. Fuera, en la calle, pidiéndole perdón a su conciencia
Helena se sube a un automóvil negro que la llevará hasta un lugar donde pueda
finalmente poner reparo a su remordimiento y encontrar la ansiada felicidad.
Alberto, pobre Alberto, en el baño
derramando lágrimas sobre un vaso, con las que se riegan los arbolitos para que
no crezcan más y se queden en la inocente niñez. Sin saber que ese niño que
ahora llora en su cuarto nunca más será niño y se hará un adulto que por
siempre buscará la caricia perdida de su mamá. La caricia ahora perdida en la
memoria, casi negada. Oh, Alberto porqué nunca le explicaste lo sucedido.
Santiago
Contreras Soux, Marzo 2009
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