El corrió. Corrió por el campo de papa recordando todo.
Tiempo
atrás, cuando él era una niño, su madre le solía decir que no pise las
plantaciones, que si no, no podría haber cosecha, y si no había cosecha, no
iban poder comer, y si no podían comer
se iban a morir de hambre. Su familia tenía una granja en las afueras de la
ciudad. El terreno quedaba en una localidad en el campo.
Ahí
hay muchas vacas y ovejas; además, en casa de la abuela se puede jugar con los
otros niñitos de la granja. Los niñitos no tienen la ropa limpia y apestan a
abono. Mi mamá dice que el abono es malo para la salud por que es caca de
oveja, pero yo no le creo a mi mamá, ella sólo quiere hacerme asustar.
Como
aquella vez, en la que caminado por las calles de se encontró con una persona
que no parecía ni vivo ni muerto. El hombre lo miró con una sonrisa, cosa que
lógicamente extrañó al diputado que, sin dudarlo, siguió de recto por la
angosta calle del centro de la ciudad.
El hombre corrió sin parar, su paso era rápido como el de un caballo,
su desesperación inmensa, las preocupaciones le rondaban la mente. No podía
dormir.
Había pasado muchos días bajo la
sombra de las casas divagando sin un destino, pensado todo el tiempo, sus
pensamientos lo abrumaban...
YO
NO LO HICE, yo no la maté, no maté a nadie, ningún empleado de banco puede
hacer eso... no, yo no lo hice... ¡NO!
Él había estado ahí, lo sabía, había estado en ese cuarto la noche de su
muerte y lo tenía claro. La sangre fue derramada en ese cuarto, él lo sabía, lo
había visto con sus propios ojos. Como el testigo que no vio, pero que vio en
su corazón, como el asesino que se convence que no hizo nada. El había estado
ahí.
El
arma asesina se le introdujo en el pecho. Inmediatamente, el hombre cayó en esa
noche de verano copada de lluvia densa, desangrándose pecho arriba recostado
sobre su cama, ahora teñida de rojo...
Al
recibir a su hijo aquella noche lluviosa, con el rostro colmado de felicidad,
la madre derramó lágrimas color rojo. Su hijo había nacido. Se llamaría
Zacarías. Luego, le dirían en la escuela carnes frías. Era un niño muy lindo,
de tez blanca, que les hacía recuerdo a los presentes a la cara del Niñito
Jesús en los cuadros que tenían en casa.
El
recién nacido fue trasladado la día siguiente a casa de sus abuelos, lugar
donde desarrollaría su niñez y su posterior adolescencia. Cuando conoció el
poder del alcohol en las venas y el placer de la lujuria, su vida no había sido
la que sus padres habían querido para él, pero desde que se marcharon del mundo
para siempre, él se perdió en sus cosas, las pesadillas lo agobiaban y sus
pensamientos lo martirizaban, todo empezó a sus quince años, la noche de su
cumpleaños, cuando se desmayó en frente de todos.
Todo empezó a sus quince años. Las pesadillas y el martirio. Su propia
muerte....
El viejo se
recostó en una hamaca, tan vieja como los harapos que llevaba puestos,
destruida, inservible, prácticamente rota. Dañada y sucia. En el lecho de su
vida, el viejo se sentía tan agobiado como siempre, sólo que ahora sentía algo
más, algo extraño a sus pensamientos.
Él
había permanecido por mucho tiempo en esa casa que ahora se derrumbaba ante sus
ojos, que casi ciegos, sólo notaban la sombra del techo. Pero oía cómo las
paredes crujían de dolor, cómo el techo se resquebrajaba poco a poco, y pedazos
de la casa se desprendían suavemente y caían como plumas al suelo. Él podía
sentir el desfallecer de su vida y de todo aquello que tuvo. Detrás suyo, en el
olvido, aquel valle seco se moría junto al anciano que descansaba agonizando en
su hamaca deshilachada.
Tiempo
después murió; algo le cortó el cuello y murió. Murió, pero no en paz. Lo
abrumaban una vez más esos viejos pensamientos que pasaron a recogerlo.
La
vida en la ciudad se hizo difícil y el diputado fue despedido de su trabajo.
Tenía enemigos y la navaja le pasó por el cuello. Murió desangrado en su
habitación, con un olor fétido a putrefacción. Había venido por él, lo sabía,
había estado esperando ese momento. Lo supo cuando empezaron a volverle los pensamientos
y las pesadillas, llegaba su momento, su hora fatal.
Todos
habían muerto así.
Siguió corriendo, y corrió, llegó a los vastos senderos que daban a las
montañas. Escaló. Corrió, con todo lo que pudo, corrió. Legó a la cima de la
montaña. Corría.
Lo perseguían. Lo perseguían. Los otros, los otros muertos... Siempre
fue así, tenía que morir así, los otros ya no vivían. Habían venido por él...
Corrió. Lo
alcanzaron. Su sangre se derramó en la montaña, una montaña que también se
teñía de color rojo. Ensangrentada...
Cuando despertó, sintió como si hubiera nacido de
nuevo, como si hubiera vivido eso antes.
Santiago Contreras Soux, Febrero 2004
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