El día que el visitante los buscó, ese día ellos no
imaginaron poder ver cosas semejantes.
El visitante,
armado con sus mejores productos, empacaba todos los meses y partía hacia
diferentes ciudades para presentarse en las casas de sus mejores compradores.
Vivía en una
modesta casa y visitaba casas modestas también. Estaba acostumbrado a caminar
por campos desolados y largos trechos de soledad. Su única motivación era
vender sus productos, vender los pequeños trozos de su producción mensual de
arbustos para la felicidad.
El visitante tenía
los cabellos largos y cansados de tanto viento y tanto polvo. Atravesaba el
país entero buscando a las personas más tristes del mundo. Las buscaba durante
semanas en guías de teléfonos, sueños y muchos otros parajes. En la búsqueda de
los remedios para curar el mal de la tristeza, él se decía a sí mismo que
siempre iba a haber una cura.
Una de las curas de
esa temporada era ese arbolito, arbusto más bien, que prendía sonrisas en las
personas viejas (entre otros atributos). Esas personas que ya no viven con
nadie y no tienen a nadie. Esas personas que han dejado de vivir la realidad y
viven en sus propios recuerdos. Sus rostros, muchas veces vacíos y olvidados
por sus seres más queridos, buscan todos los días una pequeña gota de sonrisa
que les abra los corazones.
El visitante lo
sabía y creó un arbusto que se regaba con sonrisas.
A veces, al
visitante le tocaba aparecerse en la casa de algún adinerado que había perdido
el rumbo de su vida. A ellos les gusta contar sus problemas, entonces hablan y
dejan escapar todo. Llantos y lágrimas. Él se regocija viendo a estas personas,
antes tan toscas y secas, ablandarse y mostrar su lado más humano. Se regocija
al verlos reír. Empaca sus cosas y se marcha. Deja una pequeña cuenta en la
puerta y sale disparado hacia el exterior. Buscando siempre encontrar almas que
le den un motivo para vivir. Vivir bien.
Su búsqueda lo ha
llevado por diferentes lugares. Ha visto paisajes y ha hablado con gente. Si
hay algo que le encanta al visitante es hablar con gente que necesita decir
algo.
Todas estas personas
le dejan un recuerdo, le dejan un presente y él los colecciona. Los guarda en
un gran cuarto en su casa. Todos le regalan algo de mucho valor y él,
pacientemente, guarda aquellos regalos bien etiquetados y empacados. Si hay
algo que lo hace feliz, es ver la bondad en el otro. Ver ese gramo de compasión
que los hace actuar. Se regocija cuando ellos le devuelven el favor.
El visitante adora
una pieza de música que se ha grabado en su mente. La escucha en todo momento y
recuerda sus primeros días en el negocio.
La tristeza lo
había consumido. Su vida no tenía sentido, hasta que se dio cuenta que ella lo
había desnudado. Se dibujó entonces en su mente la idea de que debía recordarles
a todos que en esa tristeza se podía encontrar la paz que se necesita para ser
feliz.
Y así empezó. Era
un invierno crudo. Y comenzó…
Cuando empaca sus
cosas, deja todo lo que no le va a servir en el viaje. Siempre lo acompaña un
perro. Se llama Ulises. El perro es su compañero. Él piensa que es ideal, ya
que los perros son animales que les suben la estima a las personas. Entonces, piensa
que si va acompañado del Ulises, será más fuerte para recorrer los caminos
solitarios hacia sus clientes. Siempre acompañado. Del Ulises y la soledad.
Sus cosas le dejan
poco espacio para otros cargamentos, tales como comida y otros bártulos inservibles.
Su búsqueda empieza temprano y con holgura. Sus antiguos compradores le dejan
comida en sus puertas, él la recoge y la consume cuando tiene hambre. Lo que no
come, lo come el Ulises. Es un perro hambriento. Siempre lo fue.
Ahora, el Ulises se
está poniendo viejo. Ya no tiene esa chispa que se le prendía en los ojos cada
vez que partían hacia un nuevo recorrido. El visitante lo sabe y lo comprende.
Los años de los perros siempre avanzan más rápido que los de los humanos.
Entonces, se dice a sí mismo que hay que ir más lento, o el Ulises se va a
cansar. Su música suena en su cabeza. El invierno…
Él lo sabe. Lo sabe
bien. No tiene dudas.
Un día visitó a un
antiguo soldado. El soldado le dijo: “Los términos para el final de la guerra
estaban sobre la mesa. Sólo los tenían que abrir. Y los niños iban a dormir
felices por primera vez en sus vidas. Los términos para la renuncia del
presidente estaban sobre la mesa. Sólo tenían que leerlos para entender que la
guerra finalmente podía acabar”.
El visitante se
perdió en sueños. Finalmente se despidió y le dejó una muñeca en la puerta. El
soldado sonrió y con un ademán sincero le entregó un par de zapatos nuevos.
La esperada llegada del visitante se acercaba.
Pasó por pueblos.
Pasó por ciudades, llenas de carteles y delirante personajes. Pasó por casas y
caseríos. Por senderos llenos de árboles. Campos verdes, campos secos. Sequías
e inundaciones. Hasta que llegó a una casa que era diferente a todas las demás.
Afuera, un niño repartía comida a sus animales. Trató de seguir camino, pero quiso
doblar y dirigirse al pequeño.
Tenía los ojos
turbados. Llenos de lágrimas que fluían en diferentes direcciones. Lo tocó y el
muchachito no se percató. Le habló y no lo pudo escuchar. El Ulises se quedó
petrificado. El visitante. Le sonrió al niño…
El niño levantó una
mirada profunda, pero derrotada. Cansado ya de respirar. Con polvo en la nariz,
carcomida por los sinsabores de la vida. Cansado ya de vivir. La tristeza se
apoderó del visitante. Dejó escapar una lágrima. Sus arbustos no le iban a
servir. Ya nada podía hacer. Ni su música lo podía ayudar.
Perturbado, el
visitante se dejó caer sobre el suelo. Los otros niños que se reunieron a su
alrededor lo miraron desesperados, buscando una respuesta. Pero el visitante ya
había sido abatido.
Entró en trance y
tuvo que despedirse. El Ulises, en cambio, decidió abandonar a su dueño y quedarse
en la casa de ese niño. El pequeño sonrió al cabo de una semana, cuando el
Ulises dejó de mirar al horizonte buscando la sombra ya desvanecida de su
antiguo amo. El niño sonrió y el Ulises, que sabía cual era su misión, se quedó
junto a él. Luego, murió. No de tristeza, sino de vejez. El visitante sabía que iba a morir en aquella
casa, por eso se tuvo que ir. Plantó uno de sus arbustos en el jardín pequeño
de la casa y se marchó.
Cuando se iba, miró
hacia atrás y vio a su perro dedicarle la mirada más profunda y conmovedora de
todas las que alguna vez pudo regalarle. Se dio media vuelta y se limpió las
lágrimas. El resto del camino lo iba a tener que realizar solo.
El niño corrió tras
él y le entregó un pañuelo. El pañuelo estaba limpio. El visitante lo guardó y
lo cuidó durante muchos años más.
Los últimos rastros
del día se perdieron. Los rastros de los árboles también. En la encrucijada,
miró para continuar su ruta. En ella encontraría muchos niños. Y supo,
entonces, que ahí debía quedarse el Ulises. No se lo dijo, pero el perro de
todos modos sospechó las intenciones de su amo.
Ahora su viaje
estaba por terminar, le quedaba una sola casa más por visitar.
Nunca imaginaron que iban a ver al visitante. Tan lleno
de felicidad. Realizado y jovial. Lleno de energía. Nunca pensaron que se iba
con la corriente…
Finalmente arribó.
Se dio cuenta que ahí debía terminar su largo viaje. Que ya nada en su casa lo
aguardaba. Que su propósito estaba cumplido. Que su misión en la vida estaba
realizada. Sus arbustos habían servido.
Los saludó. Ellos
no podían creer lo que veían. Al parecer, él tampoco. Sonrió. Era feliz. Los
había encontrado. Lejos de casa, pero tan cerca. Lanzó una carcajada y sus ojos
se perdieron entre unas extrañas gotas.
Ya estaba viejo.
Tenía que creer en el amor por ellos. Los muertos pertenecían a otro mundo. Al
que él se encaminaba. Tenía que creer.
Había cumplido. Sus
últimos arbustos. Sus últimos objetos. Otro los iba a guardar.
No acaba así nomás.
Y ahí, ese nuevo invierno lo había encontrado. Detrás de aquella puerta.
Alguien continuaría… Él lo sabía.
No imaginaban ver cosas semejantes.
Santiago Contreras Soux, Marzo 2009
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