¡Podía oír!...
¡Podía oír!...
Ahora
podía oír. Años atrás, cuando nació en su cuna de papel, en un baño de almas y
sangre, él no oyó nada. Nunca conoció el sonido, la dulce música que te llena
de zozobra, el cantar de los pájaros. Esa dulce sensación que dicen los otros
que es escuchar, escuchar, escuchar… él no podía. Era su martirio, su
penitencia.
Los médicos le indicaron por escrito
que nunca podría oír ni una palabra que salga expulsada de aquel socavón. Para
él no había salvación. Lo escribieron los médicos, sus padres, abuelos, amigos.
Era un parásito que lo comía por dentro, el no poder escuchar. No conocía, era
un ignorante.
¡Ahora podía oír!
Estaba
sentado en un banco del parque. Empezó a sentir, a doblegar la razón y la
lógica hasta quebrantarlas. ¡Podía oír! Sentía el placer de observar el sonido,
de contemplarlo. Lo podía tocar; palpaba
el canto del viento como si fuera una roca. Se bañaba en él. A un extremo suyo
se oían las risas de los niños como la expresión artística que condujo a los
pintores a componer sinfonías de paisajes. Aquellas risitas alegres, cargadas
de un tono melancólico, de aquellos que lo han tenido todo pero que extrañan
ese todo que alguna vez tuvieron y que no reconocen el todo que tienen en ese
momento. El paso de los señores que llevan los años consigo, que han conducido
su vida a través de un sendero que pende de las rocas que crecen boca abajo y
sujetan aquellos caminillos. Lo oía todo. Sentía el sonido. Palpitaba en su
corazón, ese detonante. Lo impactaba. Era bello. ¡Podía oír!
Corrió,
corrió a avisar a su gente. Corrió hacia el bar donde ellos estaban. Rodeado de
la música de los autos, las calles llenas de gente que hablaba, que murmuraba
secretitos para ocultarlos de otras personas que ambulaban sin sentido por las
calles, para que éstas últimas -curiosas y chismosas- no transmitan el
secretito de la gente que hablaba en voz baja.
Podía escuchar todo.
Dobló
a la esquina, llegó a la Max Paredes. El sonido de los autos, que nunca antes pudo
imaginar, ahora estaba en frente de sus oídos que, atentos, se asombraban ante
un estrépito que pensaron que iba a ser distinto. Por fin conocía los bocinazos
y su estallido que penetraba como un machetazo hacia su cerebro.
Ya
no le gustaba tanto… el sonido.
Vislumbró
la esquina donde, en uno de esos bares de poca monta, sus amigos tomaban unas “chelas”,
excitados porque se avecinaba un conflicto. Pretendía cruzar y un trueno le
entró por la cabeza. Casi lo atropellaron. La gente hablaba. Unas viejas discutían acerca
del futuro de sus hijos y una de ellas reconocía que no había sido lo
suficientemente valiente como para enfrentar a su esposo. Gritaban. Un peatón
exclamaba en voz alta “este país es una mierda”. Todos gritaban, parecían
fantasmas vagando por las calles rodeados de historia, de cosas, de tecnología.
Él sólo quería oír.
Cruzó
la calle. Entró al bar. Sus amigos lo vieron. Estaban borrachos, comían y
bebían. Había unos ruidos extraños dentro del local, que lo aturdían, que sonaban
como una suma de sonidos sin coherencia. No como la de aquel chiquito que
cantaba en el parque.
El
hombre se sentó en una de las sillas de metal.
Los
podía oír…
Los
quiso saludar, pero no le oyeron. ¡NO LE OYERON! Siguieron hablando, riendo a
carcajadas consumidas por el aliento de alcohol que llevaban en el alma
destruida. Los volvió a saludar. NO LO VEÍAN.
Esas
risas lo empezaron a poner nervioso. El masticado del pollo lo destrozaba.
Sentía una sensación de putrefacción que salía de esa boca. Abrían los dientes.
Crujían los huesos. Resonaban los sorbos, como trombones en un concierto de
truenos. Afuera había una tormenta de explosiones, truenos que se desprendían
de una turba de gente que llevaba unos tubitos con mechas. Sonaban ráfagas de
policías con armas. Adentro… ¡Oh no! Los
murmullos, las carcajadas, gritaban, aullaban se estaban burlando de él. ¡POR
DIOS QUE PAREN DE HABLAR! Se tapó los oídos, pero le entraba todo
perfectamente. Era un TORMENTO. ¡NO QUIERO OÍR!
¡Podía
oír! Oír su muerte llegar, no lo dejaban vivo. ¡Maldito sonido!
Los
volvió a mirar, y vio… vio LA NOTICIA DE
SU MUERTE, que aparecía en la primera plana de un periódico sobre la mesa. Su
MUERTE… HABÍA MUERTO, se llevaron su vida y su sordera.
SU
SORDERA FUE SU VIDA, EL SONIDO SU MUERTE.
Santiago Contreras Soux, Abril 2004
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