Se sentaba todas las noches
esperando a que pase la vida a su lado y lo roce en el brazo con gentil
ternura, pero no. Esperaba a que algo cambie, de tal manera que nadie se entere
qué tramaba en la oscuridad de su habitación, con las ventanas tapiadas y la
única luz de la vela que alumbraba sus papeles desordenados. Odiaba ver a la
gente desesperarse en la puerta de enfrente y lanzarle huevos al cartel de Don
Benigno. Se atormentaba con la idea de tener que recoger la basura del vecino
que no se dignaba a decidirse entre ser hombre o mujer, siempre en la duda,
apareciendo de vestido y luego de terno y corbata, con rímel en los ojos o con
un habano en la boca. Detestaba a su otro vecino que siempre aparecía con una
nueva mujer y que todas las noches producía aquellos ruidos asquerosos en el
fondo de la habitación contigua.
El hotel en el que vivía era la
pesadilla de don Lacracio. Era el mayor de todos los pasajeros y era también el
más odiado. Pasajeros que vagaban atrapados
en el olvido y la tempestad del alma, desgarrados en sus camas, sin futuro, y
con un pasado que querían a toda costa olvidar. O eso, al menos, pensaba él.
Una mañana apareció muerto en su
cama con la boca descolocada, un olor a putrefacción, una sonrisa capciosa y
lágrimas de secas dolor en las mejillas. A cada uno de sus hijos le había
dejado una cuenta de deudas con las que cargar, un sinnúmero de pleitos
legales, las risas a escondidas de los niños del hotel, la culpa de no haberlo
visitado en tantos años, una cama mohosa, unos papeles con letras
incomprensibles y una carta, escrita en computadora (esa sí se podía leer) que
curiosamente apareció en la puerta de cada uno de ellos.
Cómo los odiaba a todos…
La carta decía:
Queridos
e idiotas Aducio y Sandiurno:
Les
mando a ustedes dos, hijos del infierno, un gran saludo desde el fin del mundo.
Espero que mi carta les haga pensar en lo insulsas que son sus vidas y lo
pobres que se van a quedar cuando tengan que pagar todas la deudas que les
dejo. No son muchas, sólo unos cuantos miles por cada uno. No se preocupen, van
a poder resolverlo, como resolvieron nunca venir a visitarme a este apestoso
hotel en el que la vida me abandonó, como el otoño abandona a las hojas. Díganle
a la puta de su madre que la voy a estar vigilando desde la puerta de su cuarto
y que cuidado la vea de nuevo con los cabrones de sus machos esos.
Además,
la bruja esa tuvo el descaro de llevarse al pobre del Anolito. Ése que no le
hacía nada. Pobre hámster, lo voy a extrañar. Díganle que yo también tenía mis
ricuras escondidas por ahí en las paredes de la casa, que excave y busque, que
ahí las va a encontrar. Quién quiere mujeres como ella, nadie pues, ustedes
deben saber lo difícil fue estar con ella, llena de quejas y de ideas. Esa
maldita cabrona, carajo. No me dejó encontrar mi camino a tiempo, pero ya le
mostraremos cómo seguirlo…
Bueno,
hijos (frutos de mis desvaríos, mis pequeños retoños): espero que sean
infelices como lo he sido yo. No les puedo dejar nada más que las deudas, pero
con eso creo que les va a alcanzar para sobresalir en la vida aprovechándose
del resto. La muerte, en cambio, es difícil de engañar. Te atrapa y no te deja
escapar. No quiero que piensen que las oportunidades se pueden desperdiciar así nomás, sino
mírenme. No tengo nada y odio mi vida. Odio a mis vecinos. Pero me amo con
mucho cariño a mi persona. Soy todo un hijo de puta.
Lo
que quiero decirles es que nunca dejen de aprovecharse del otro, roben cuanto
puedan y vivan en exceso. Es el único camino que tienen para llevar una vida
tan plena y miserable como la mía.
Bueno,
díganle a su tío Gamil que no se preocupe por devolverme a mi otra mujer, a la Salcira. Esa comadreja me quiso
asesinar la noche que tuve que agarrarlo a patadas a su gato, que se estaba
comiendo mi zapato. Ese gato era un asqueroso, siempre lo dije y lo voy a
seguir diciendo. Espero que se pudra en el infierno y que sufra como me ha
hecho sufrir. La herida que me dejó la Salcira.
Esa perra, la voy a joder cuando vuelva.
Supongo
que a estas alturas ya se van a dar cuenta de la situación en la que están
metidos. En uno de los tantos pleitos por los que he pasado en el trabajo, y
esto quiero que sea una enseñanza, he descubierto que la mejor parte de la vida
de un hombre se consume tratando de ser reconocido y aceptado por otros. A mí,
que he vivido fuera de la ley, no me interesa su aprobación ni su
reconocimiento, no quiero que se sientan orgullosos de su viejo padre y tampoco
quiero que la tengan fácil. La facilidad es nomás para los huevoncitos que
reciben todo. No ustedes, hijos del Lacracio. Ustedes la van a ver negra, sí,
negra como la noche.
También
quiero que den noticia de mi muerte al tío Fernebrio. Creo que también lo dejé
sordo la última vez que lo dejé ciego. Se hizo golpear feo el pobre hombre. Le
van a indicar que me debe todavía mi radio y mi celular. Que me los puede
devolver en otra ocasión en que yo vuelva a recolectar lo que me pertenece.
En
fin hijos quiero decirles que se pudran y que se mueran como quieran.
Su
padre,
Lacracio
García
Esa noche el hotel se derrumbó. Los
cinco pisos cayeron desplomados sobre la superficie plana de la ciudad de El
Alto. Esa noche no hubo estrellas, un denso polvo se desprendió del suelo y se
esparció por las calles sinuosas.
El rumor de un extraño personaje… La
figura de Lacracio García se escurría entre las esquinas de las casas; iba a
visitar a todos sus conocidos…
Amaneció mugrosa, la ciudad. Llena
de olores nauseabundos.
Las cartas de Lacracio llovieron
durante toda la santa noche, y así como los milagros (que suceden), encontraban
el camino al interior de las casas. Al día siguiente, casas y edificios desaparecieron…
En las cartas venía impresa, como una tarjeta de presentación, la figura del
hombre que los odiaba a todos.
Nadie supo nunca lo que tramaba. La
cagaron, no debieron molestarlo. Todos cayeron.
Ahora, su figura serena se marcha
caminante, firme, directamente al lugar de donde vino…
Por Santiago Contreras Soux, Mayo 2009
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