HEMOS PERDIDO LA ESPERANZA. La hemos perdido.
Todo
le era indiferente, no le importaba nada , nada en absoluto. Del techo colgaban
telarañas, que descendían densas como la neblina mañanera que habitualmente
cubre el cielo y tiñe la atmósfera color gris. La respiración del niño
envejecido por la maldición se hizo aguda, le costaba inhalar el aire que
quedaba en la densa habitación. Desde la ventana se podía observar cómo una
brecha se abría entre la neblina y dejaba penetrar los rayos de luz, que
apacibles teñían los árboles de la chacra de un color amarillo tenue. A través
del valle corría un río que rociaba los campos con su agua cristalina y daba
vida a la zona.
Ya no es así
El río era
grande y limpio, en sus orillas se podía escuchar cómo pequeños grupos de
patos, gansos y demás aves se agrupaban para descansar en las frías aguas del
deshiele. Las aguas creaban un dulce sonido al moldear su forma armónica a
través de la quebrada, una música tranquilizante y apacible. Los campos eran
frondosos, vastos y llenos de árboles frutales que parecían trepar hasta el
cielo. Una mañana de verano su abuelo, en esas épocas un niño delgado y alegre,
encontró una cuerda tan larga, pero tan larga, ¡inmensa la cuerda!, que la
gente del pueblo pensó que algún ángel había perdido las alas; éstas cayeron
del cielo y tuvo que bajar por la noche desde las nubes para recogerlas
descolgándose por la cuerda gigante. Por desgracia para los sabios, los niños
lograron demostrar tan importante suceso.
¡Germindio! Sí, ese es el nombre
de mi abuelo, de mi viejito.
Un día el yatiri del pueblo se perdió una
temporada, durante las cual la tierra sufrió la primera sequía. El tiempo se
hizo tan seco, tan inerte, tan lúgubre, que las mismas caras de los hombres se
deshidrataron. El río disminuyó tanto su tamaño, que se lo hubiese podido
observar solamente con una lupa.
-¡Debe
ser Él!- dijo un campesino señalando a las montañas.
-Se
debe haber enojado con los patrones- dijo otro.
Y
era cierto, después de su llegada todo había cambiado... PARA MAL.
Entonces
fue cuando comenzaron los habitantes de la comunidad a rogarle a los dioses que
les devuelvan el agua, que qué fue lo que ellos hicieron para merecer ese
castigo. Los segundos parecían minutos, las horas semanas, los meses siglos. La
sequía se mantuvo y los pobladores enloquecieron; dementes, vagaban por las
calles. En ese tiempo, Germindio, de unos doce años, cayó por unas semanas
enfermo y no se sanaba. Curiosamente se recuperó en cuestión de horas una tarde
y sintiéndose muy raro. Él sabía qué tenía que hacer.
Por
la noche, Germindio salió de su casa llevando consigo una manta en la que
estaban envueltas su comida y unas viandas para el yatiri. Se puso su poncho y
su gorro y con un palo en mano partió en busca del que todo lo ve. No pensaba
parar hasta no encontrar al viejo. Recorrió la cordillera, atravesó las
montañas y cruzó los valles. Su pequeño cuerpo se veía como un arbusto en la
cima de las montañas que, apacibles, esperaban descansando los primeros rayos
de luz. Había neblina y los colores grises del cielo teñían con su espíritu a
la piel de las montañas. Y llegando a las cumbres aparecía el cuerpo del joven
Germindio, que adquiría un carácter notable ante semejante fondo. La sombra de
su cuerpo parecía pertenecer a la montaña.
Salía el sol y se hacía de noche...
en una secuencia interminable. En ese momento todo estaba oscuro y el niño
prendió una fogata que lucía como una estrella en medio de la serranía. Se puso
a llover, un fuerte viento empezó a soplar y el cielo tembló de pavor ante el
reclamo de Illapa, dios del rayo y el trueno. El chico se asustó, y se ocultó
entre unas rocas que parecían devorarlo con sus fauces. Llovió toda la noche, y
la tierra dando a luz, finalmente lo dejó salir de sus entrañas. Y el muchacho
pálido observó al rey de las serranías, el Illimani, que, imponente, le
mostraba ahora el camino. En la ladera del frente logró ¡por fin! ver al
yatiri. El anciano ya estaba descansando
para siempre, pero Germindio lo había visto todo.
Él, mi abuelo, lo había visto todo,
por eso huyó, para salvarse, para salvarnos. Él lo sabía. Ahora yo lo sé. Pero
es muy tarde. Ya se ha hecho.
La
chacra, antes de pertenecerle, fue de unos señores llamados Ortega, mestizos de
mucho dinero, que tenían tierras en otras partes de la región. Las haciendas de
Khantu Marka, San Bernardo y sus correspondientes tierras altas en la
cordillera les pertenecían. En las alturas poseían una mina de estaño que les
había dado mucho dinero, al menos eso se decía en el pueblo. “Los patrones se
están haciendo ricos con las posesiones del Tío... no le deberían robar a ese
Diablo”.
En
el pueblo se murmuraba que la familia Ortega se iba a mudar por un tiempo a La
Paz para revisar los negocios del tata Ortega, o Don Marcelo. Además, al
parecer uno de los hijos se enfermó de gravedad y le tenían que atender con
urgencia. La gente hablaba entre dientes que al niño le pasaban cosas extrañas
y por eso los padres de la criatura decidieron regresar a la “civilización”,
como ellos llamaban a la ciudad para,
supuestamente corregir unas malversaciones... Sin embargo, todos sabían que el
chico empeoró después; se puso pálido y con fiebre. Se veía claramente la
expresión de muerte en el rostro de la familia cuando todos partieron hacia La
Paz.
Años atrás, la familia Ortega
“compró” las tierras a la comunidad. Las
tomó con balas y escopetas. Dispararon con cañones rabiosos y mataron a todo indio que encontraron. Ríos de
sangre más anchos que el mismo río se vertieron aquella noche, en la que los
invasores decidieron que las tierras eran suyas. Los nuevos dueños, llamándose
bondadosos, piadosos, les eximieron del Tributo Indígena a cambio de las
tierras, lo que aparentaba ser un justo trato. Fue un préstamo de tierras, dijeron,
pero nadie les devolvió nada, ninguno de esos “prestatarios” les devolvió el
préstamo.
Los mineros extrajeron del fondo,
del interior de la tierra todo tipo de material. Desde los más caros y finos
hasta los más comunes minerales eran robados de las entrañas de las montañas.
Ahí la vida de los mineros era
peregrina, se mudaba a cada rato, los abandonaba y luego regresaba arrepentida.
La montaña les comía el alma, los hacía enflaquecer, hasta que ya no se veía la
carne ni la piel, que habían sido carcomidas por el fétido hedor del interior
de la tierra. Afuera, el frío les devoraba los huesos, y los esqueletos vivos
descendían de las montañas rocosas hasta llegar a sus hogares, varios
centenares de metros cuesta abajo. Descendían como ánimas livianas, como las
plumas, entre las rocas ásperas y
sucias. No se veía la luz del día. Rara era la vez en la que los mineros,
siempre agotados por el esfuerzo, creyendo flotar entre los cielos, corriendo
por las praderas del verano del altiplano, gozando de los paisajes de la
ciudad, se deslumbraban ante la belleza de esa luz casi olvidada. Ya no
conocían ni el día ni la noche, todo les parecía igual. En esa batalla no había
triunfo.
Y no lo hay.
Él lo sabe, y lo quiere para él.
Es suyo, el mineral, ellos nunca tuvieron permiso. Lo quisieron robar.
Los Ortega
llegaron en una lujosa carreta profusamente. Al atravesar el angosto camino
cegaba a todos los pobladores, que nunca habían visto a una familia tan rica.
Eran buenos amigos del presidente Ismael Montes y conocían muy bien al joven
empresario Simón Patiño, que era el dueño de varias de minas de estaño y que
estaba algo interesado en comprar la que explotaba la familia Ortega. El
bisabuelo de don Facundo Ortega fue un artesano que luego transformó su pequeño
taller en una importante manufactura. El viejito, como lo llamaban en la
familia, se la pasaba, sin embargo, haciendo jarros y todo tipo de cosas, desde morteros hasta
lamparillas de vela para las oscuras noches paceñas. Al pasar la carreta, Germindio
lo vio y supo que esa carreta traía la muerte consigo, el anciano le sonrió de
una manera extraña y frunció las cejas. El chico se ocultó detrás de su padre.
Y debería seguir oculto, el los
convocó, a todos, los convocó a todos esos espectros. ¡Y nos va a calcinar
entre sus garras!
¡No debieron
robarle!
El mineral
salía como río de los socavones. Los Ortega estaban felices con la producción y
se mudaron por unos meses a París. “Ahí gastaron un montón de dinero”, se
hablaba en la comunidad. Decían que habían vivido como reyes y que pudieron
haber disfrutado incluso de su propia muerte, llegado el caso.
Antes de la llegada de los patrones, la gente de la zona sólo
extraía el mineral para utensilios domésticos. Ellos no tocaban su mineral.
-“Él
siempre esta cuidando sus cosas”
-“Sí,
se sabe enojar mucho con aquellos que le saben querer robar”, decían los
campesinos del valle, que velaban las sierras donde se encontraban los
minerales de Tíu.
Su abuelo le dijo que no volviera, pero no le hizo caso, él le había
dicho, pero no hubo por dónde perderse. Tuvo que volver. Ya estaba manchado,
era su pasado.
Cuando los hijos de los Ortega empezaron a caer enfermos, la familia,
que ya llevaba tres generaciones en la comunidad, se hundió en el pánico ante
la posible muerte de las criaturas y una noche de invierno hicieron maletas en
la oscuridad profunda de la alcoba. Empacaron todo, las tacitas de te , el
juego de mesa de la mamá de la patrona, y toda la ropa. Desde lejos se podía ver la casa como una estrella
caída en el vacío. La luz que salía de los cuartos de la casona se perdía por
entre las ramas de los árboles, que temporalmente habían perdido las hojas,
hojas que nunca más crecerían. Llegaban unas ráfagas hasta los campos de
choclo, que hace tiempo que eran el alimento de la muerte, se llenaban de
gusanos y se secaban. La huerta estaba destruida, los mineros ya no tenían qué
comer y caían al suelo, ya sin fuerzas para salir de la oscuridad e ir hacia la
luz; preferían la oscuridad a donde pertenecían.
Pero los
Ortega no pudieron escapar, ya estaban contaminados, su destino ya estaba
marcado. Conminados a morir, uno por uno fueron muriendo, excepto los niños.
Los niños...
Los niños... ahora todos arrugados para siempre; muertos sin poder escapar de su cuerpo,
consumidos por la maldición. Estamos condenados.
Las arrugas en su cara le dolían, no lo podía tolerar, ya no le
importaba nada. Él también había quedado manchado, también cayó. Pasaron meses
desde que todo empezó cuando era niño. Lo había predicho su abuelo.. Todos
cayeron. El pueblo comenzó a rondar sin tregua alrededor de sus martirios y de
la tortura. Arriba, en la sierra, el cuerpo de los mineros se podría y era
comido por los gusanos...
Mi cuerpo es comido por los gusanos eternamente, estas arrugas en mi
cara que parecen valles y montañas, el desgaste de mi alma y la putrefacción de
mi ser, no los puedo tolerar más. Él, el que vive en las entrañas de la montaña
y que se sirve del mineral. Él, el Tíu nos ha maldecido, no debieron robarle.
Ya es muy tarde, lo vemos todo el día, aunque cerremos nuestros ojos,
su imagen persiste. Era suyo, era suyo el mineral.
Mi Abuelo, el viejito, él nos lo dijo. Pero ya era tarde, ya era tarde.
HEMOS PERDIDO TODA ESPERANZA. ES NUESTRO TURNO DE ABRAZAR LA MUERTE.
Estamos condenados a vagar por estas tierras que ahora sólo existen en los
sueños, en las pesadillas de la gente:
DESAPARECEMOS...
Santiago Contreras Soux, Abril 2004
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