Todas las noches el hombre despertaba con una extraña sensación de no
pertenecer a ese lugar. Veía los coches pasar corriendo por su ventana y se
preguntaba para qué servían en realidad. Veía a la gente pasear y le pasaba por
la mente una sola pregunta concreta: ¿Qué será de Carmela?
Recuerdo el nombre de Carmela.
Cada día se me pasa por la cabeza la vez que la conocí. Sus ojos claros y su
pelo castaño. Era baja y algo regordeta. Siempre tuve un gusto especial por
ellas. Bianca, Flora, Angélica, Lourdes, Agustina, Jacinta, Florencia, Luisa,
Pacesa, Clotilde, Carlota, la “Loli”, Arminda, Dora... Muy pocas personas
realmente lograron entrar en mi alma como lo hizo Carmela.
Ella trabajaba en una cantina en
la calle Linares y yo siempre merodeaba ese lugar para cubrir mis
investigaciones sociológicas. Solía frecuentar esos bares y cantinas y tenía un
gusto especial por la cantina en que trabajaba Carmela.
Iba todos los jueves, en hora,
para sentarme en la barra y charlar con Carmela. Siempre pedía el mismo trago
cinco veces: chuflay. Me encanta el singani; me produce un enriquecedor y empalagoso
sabor que se mantiene en mi boca por muchas horas. Claro está, que al día
siguiente sufro de terribles dolores de cabeza y brazos.
Las charlas con Carmela no
pasaban nunca de un “Buenas noches, ¿me puede dar un vaso de singani?” “Claro que sí, ¿cómo lo prefiere, con sprite
o con jugo de naranja? Ah muy bien entonces se lo preparo”. Al rato, yo le
respondía: “gracias y cóbrese”. Al salir del bar yo siempre le pedía que me
consiga un taxi y ella me acompañaba a conseguir uno. Al despedirme le daba las
gracias y partía a mi casa con la frustración de siempre.
Mi matrimonio con Carmela fue
duradero y muy lindo. Ella estaba parada junto a su difunto padre en una iglesia
en la cima de una colina en el altiplano. Yo la miraba y ella me respondía
siempre con la sonrisa más linda que conocí en mi vida. Llegaron los hijos y
los nietos. Hubo viajes y hubo momentos de grata compañía en nuestro
departamento de Sopocachi.
El hombre siempre despertaba con la misma melancolía de haber soñado lo
que nunca pudo tener.
Un día, Carmela dejó de ir al
bar. Yo pregunté a muchas personas en todas las cantinas, pero de ninguna de
ellas recibí una respuesta certera acerca de su paradero. Sólo supieron decirme
“desapareció y no sabemos a donde fue a parar”. Nadie la vio irse. Nadie logró encontrarla. “La
Carmela se fue”, me dije para mis adentros. Sin una sonrisa, sin poder decirle
te amo, sin poder abrazarla. Sin siquiera poder darle un beso de despedida.
Nunca se atrevió a ser sincero consigo mismo. ¡Cuántas veces quiso
acercarse más a ella! Quiso poder luego retenerla en la mente. Pasaron los años
y el hombre se perdió en una soledad absoluta. Sus recuerdos le sirvieron de
largos pasillos en los que se extraviaba entre imágenes y fotogramas. Mantuvo
su voz grabada en una grabadora de papel. Se extravió entre los juegos y el
singani que ella solía servirle.
¡Oh, Carmela!
La cocina también te extraña,
esposa mía. El día que desapareciste con las nubes me quedé esperando toda una
eternidad. En ella te espero y en ella te añoro. Los niños están bien y ya han
crecido. En la casa he mantenido tu sillón preferido en su lugar de siempre.
Cada vez que limpio la casa recorro tus olores que todavía quedan impregnados
en el polvo. No me digno a tocarlos.
El altar en el que te mantengo,
espera todavía a que lo recojas y lo guardes a tu gusto. Te extraño en esas tus
maneras de guardar las cosas. La calle sigue siendo aún un espacio vacío sin
ti. En la cantina ya casi te han olvidado. Nadie ya recuerda como servir el
singani correctamente, los tuyos tenían una mezcla perfecta. La dosis exacta de
singani, el ginger ale y algo de limón. Sólo tú sabías como se preparaba. Mi
vaso sigue ahí colocado en la barra esperando ser llenado con tu genio.
Todas las noches dejo la puerta
abierta esperando que quizás algún día logres atravesarla y llegar a casa por
fin.
Su mente se ofusca cada vez que piensa en ella. Incluso cuando piensa en
aquella noche de verano. Era la noche perfecta. El día perfecto. El momento
adecuado. El anillo…
¡No, no lo hagas Marcos! Marcos…
¡No, Marcos por favor! ¡Suéltame! ¡Déjame ir!
Sigo guardando el anillo que
prometí darte esa noche. Sé que el que te mostré no era muy lindo, pero ahora
he ahorrado y ya tengo uno mucho más brillante que combina perfectamente con tu
lindo vestido blanco. Tendremos que trabajar en esa mancha roja que nunca logré
sacar. Mientras tanto seguiremos tú y yo, juntos hasta la eternidad mi hermosa Carmela.
La luz se agotó en la calle Sagárnaga. Los faroles se apagaron y la
figura del hombre con las manos mojadas se perdió entre los patios de las
casas. Unas delgadas líneas húmedas brillaron en la oscuridad mientras
circulaban hacia el río. Reflejaban una luz tenue color rojizo.
El hombre aparece de entre las sombras de su apartamento y reemplaza el
anillo antiguo por uno nuevo y luminoso en el anular putrefacto y momificado de
Carmela. Coge el vaso vacío de singani y brinda por su eterna felicidad.
Santiago Contreras Soux, Mayo
2008
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