Te toca a ti. Ante el aviso, el
rostro se le desvaneció, los colores se extinguieron y un pálido resplandor
apenas podía escapar de sus ojos asustados. Ella no quería hacerlo, tenía
serios reparos con la idea. No le parecía el método indicado de castigo, de
venganza total. Matilde le pasó la pistola, te toca a ti, le repitió. O lo
haces tú o lo hago yo. Su voz sonaba completamente calma, tranquila, segura de
lo que hacía. Ella siempre había sido la líder entre las dos, la que daba las
órdenes, la que siempre ponía la iniciativa, esta vez le estaba delegando la
importante decisión a ella. Era demasiado poder en sus manos. Miró a su
alrededor, todas las manchas de sangre en las paredes, en el piso e incluso en
el techo. Las manchas del techo todavía goteaban, manchando con puntos rojos el
blanco piso de la galería. Los cuerpos de Iván y Marcelo seguían en el piso,
cercados por un lago de sangre burbujeante. Los instrumentos utilizados en la
matanza regados por el piso, manchas de pisadas, de cuerpos arrastrados,
dibujaban un espectacular cuadro en el gran bastidor blanco que se formaba en
la sala de la galería. A Iván le
rebanaron todas sus extremidades, las colgaron de las paredes, a manera de
chorro eléctrico las sacudieron, a Marcelo le quitaron la cabeza, la colgaron
del centro de la galería y la hicieron balancear como móvil para el
entretenimiento de bebés. Pararon luego un rato, mientras José se quedó
observando todo atado a una de las
columnas completamente dormido. No sintieron nada, de eso podían jactarse
ambas, del método meticuloso con que dejaron desangrar los dos cuerpos.
Fugazmente recordó la noche, los
gritos, el dolor inmenso al orgullo, a la dignidad. Miró de nuevo y ahí estaba
tirado, atado. ¿Lo vas a hacer? La noche, sin estrellas, helada, completamente
helada, la tierra arrastrándose por el cuerpo, el polvo pegado al grito
desolado. La oscuridad total, el alma quebrada. Todo había retornado en un
momento de duda, todo estaba de nuevo con ella, y ahora lo tenía, estaba frente
a él, en el espacio pulcro y no dañado de la galería, resplandeciente. La obra
debía ser terminada para la inauguración, para lo que quedaba atrás, para lo
que venía por delante, para ella y Matilde, para las demás, las que habían
sufrido igual. De nuevo los ojos asustados de su compañera. Las heridas, los
moretes, los huesos quebrados. Caminar de nuevo, levantarse de la cama. Las
pastillas para dormir, la ropa mojada, la cama mojada, el meo corriendo por su
cuerpo, el dolor, el terror a la oscuridad. Diferente a la galería, la luz, en
la luz encontraba la calma perdida, la creatividad perdida, la pérdida de la
fe, del amor, del querer, de la compasión, del sentimiento, del placer. Sólo ya
le quedaba la luz, enceguecedora de la galería y Matilde. Sí, le quedaba
Matilde, la eterna compañera de los llantos, del dolor, del arte.
Estoy lista. Pásame el arma nomás.
El disparo cayó como una herida en el suelo blanco, la mancha de la pólvora
rompiendo en la pureza blanca del lugar. El arma se disparó sola. El cuerpo
impávido colgado de la columna, falló el tiro. Lanzó de nuevo, en el pie,
silencio total luego del estallido. Huecos sangrantes y rojos brotando de la
pantorrilla, los muslos, el ombligo el pecho con tiros extra en el corazón que
no supo amar, los brazos, las manos que no supieron tocar. La cabeza que no
supo entender. Sólo quería que la reconforten, que la pueda seguir tocando, que
pueda descubrir, a pesar de todo, el cuerpo de ella, maltrecho, pero con deseo
aún. Deseo de que la retornen al camino de la luz que deja ver, no al camino,
no a la galería. El daño fue no saberla recuperar. A ella y a Matilde. Si
hubiera sabido amarla en esas condiciones y no dejarla atrás para ser comida
por los lobos hambrientos.
La sala empezaba a apestar a muerto,
los olores se filtraron por las ranuras de las puertas y se dirigieron al
exterior. La primera invitación al evento de gala acababa de ser mandada por
ambas.
Santiago
Contreras Soux, Enero 2010
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