Tenía los
ojos vendados…
Lo tomaron
por detrás, no sintió que lo apuñalaban. Ya estaba muerto.
Alfredo Díaz era un
hombre de negocios que trataba con los gringos (eso decían por su barrio).
Tenía una casa acomodada en Calacoto, cuna de los buenos hábitos, modales y
costumbres, de los tecitos de señoras y el café Alexander. El mercado de los
autos chutos tenía una importancia muy grande en la economía de Díaz, pero él
prefería los autos importados directamente de sus fabricantes; tenía un
Mercedes negro (era su preciado bebé de cuatro llantas), un Toyota Land Cruiser
modelo 2006, un BMW negro (perfectamente lavado), un Subaru verde (para su
esposa, que era una manca manejando) y otro par de autos igualmente lujosos.
Riquísimos los autos del ñato.
Todas las mañanas
salía escoltado por tres guardaespaldas y se dirigía a su trabajo. Tenía una
oficina en pleno centro de la ciudad, grande y moderna, para hombres de negocios
del mundo globalizado y competitivo (para capitalistas, para ejecutivos). Sólo
él sabía a los extremos que tuvo que llegar para hacer prosperar el negocio,
para comprar la nueva oficina y consentir a su esposa. Al final, todo era
cuestión de supervivencia, Darwin ya lo había dejado claro: el pez grande se
come al chico. Él siempre había sido un pez gordo.
Sus autos ascendían
cada mañana por distintos caminos, para evitar esos secuestros aterradores. La
Kantutani siempre aparecía como la vía más seductora (esas curvas, le hacían
recuerdo a…). Lucía su Mercedes como todo hombre distinguido debe lucir un
automóvil de esa categoría y estatus. Al siguiente día prefería ir por la
Libertador. Esta vez usaba su Land Cruiser. Claro, por ahí iban más cholos que le
podían chocar: eran unos inútiles esos pobres indios en sus minibuses
transformers; de paso, conductores suicidas. Y así, cada día iba en un auto
diferente, por un camino diferente, con un atuendo diferente para cada ocasión,
con un chofer diferente; parecía una persona diferente cada día.
Llegaba a su
oficina y abría la puerta. Su secretaria era una belleza, y una fiera la
secretaria. Le echaba los ojitos, pestañeaba tratando de comprárselo con la
mirada pícara y las intenciones salvajes de una revolcada en la oficina del
jefe. Buenos días, señor Díaz. Buenos días, Amelia. (Que buenas están tus tetas).
Entraba a su despacho, prendía un habano traído desde Cuba por encargo a su
querido amigo Lucio Sert. Se paraba frente al gran ventanal para burlarse de los
peatones que inútilmente trataban de llegar a su trabajo a tiempo, los que
corrían para no perderlo. De vez en
cuando, veía a uno que otro choro abalanzarse sobre algún peatón con impresionantes métodos de acción. Él y
los inmorales se parecían mucho; los respetaba e incluso los admiraba por su
capacidad de poner de lado los sentimientos. Un hombre de negocios siempre debe
pensar primero en el beneficio propio, todo lo demás viene después. Se sentaba
en su sillón. Esperaba los llamados. A las once de la mañana se iba al putero,
descargaba sus energías. Su mujer ya no quería hacerlo con él, ni él con ella.
Lo
siguieron. Esta vez había olvidado su llave. Era de noche.
Díaz, como de costumbre, se levantó temprano aquella mañana y se hizo
preparar el desayuno con la sirvienta. Su esposa, todavía con el cansancio
arrastrado de los días anteriores, llegó a la mesa con los ojos chinos y los
rastros de las lágrimas de la noche anterior. Nadie quiso oír sus gritos, nadie
oyó los golpes, nadie quiso saber nada, nadie sabía ni había oído nada. Se les
dejó muy claro, que esa noche tranquila, su mujer había llorado de felicidad.
Detrás de las lágrimas resecas se escondían dos ojos lindos y claros,
profundos, demasiado profundos… Tenía la piel suave aún a pesar de merodear ya
los 50. Su pelo era claro y rubio y seguían diciéndole la Choca, a pesar que
todos sabían que su pelo ya no era ése que tuvo a los 24 cuando lo conoció.
Todo el mundo sabía, también, que eso de ser hija de una danesa era puro cuento
chino para impresionar a las vecinas y a las amigas de su esposo en los babyshowers
y los tecitos de amigas. Su cuerpo ya tenía unas cuantas arrugas. Eso no le
gustaba a Díaz. El cuerpo de una mujer siempre debe estar perfecto, deberías
ponerte una de esas cremas que aparecen en la tele y que hacen maravillas con
la piel, así tal vez, quiera volver a acostarme contigo. Y ella,
obedientemente, se escurría por las noches al baño a untarse con la mágica
crema de su esposo y a la mañana siguiente amanecía con un nuevo cuerpo…
Hace tiempo que había dejado de amarlo, siquiera de quererlo. Díaz era
para ella como un sillón más en la casa. Hacía todo lo posible para pasar
desapercibida. Además, había encontrado otras maneras de gozar y sentir hervir su
carne. Le había puesto un ojo al nuevo chofer que su marido le había conseguido
porque ella simplemente no sabía conducir. Se acostaban todas las mañanas
cuando la llevaba a San Miguel a realizar las compras. Reservaba un cuarto en
algún hotel de Calacoto, cercano a la casa, o incluso a veces tenían el descaro
de hacerlo en la cama de Díaz, en el estudio, la cocina, la piscina (ahí era
especialmente rico), el garaje, el auto, el jardín; incluso en el dormitorio inutilizado
de su hija. Siempre había un lugar y un momento. Ella se lo comía vivo, llena
de furor y sentimientos lujuriosos. Se revolcaban como dos bestias controladas
por fuerzas ajenas a su dominio. Claro, Díaz lo sabía todo, para algo tenía que
servir el Félix durante las largas horas de vigilia. Los trabajos más duros, sin
embargo, estaban destinados para la noche, en las mañanas sólo tenía que
observar a la esposa del jefe (Mierda que está buena la señora).
Díaz se sirvió una
tostada y se tomó rápidamente su café para apresurarse a subir al auto e ir a
la oficina. Ese día tenía pendiente un negocio con su antiguo colega José
Maidana; le debía dinero y tenía que recuperarlo, acompañado por el Félix. José
Maidana le había ayudado a formar su
empresa muchos años atrás, cuando recién empezó a formar familia con su mujer
(Dios me salve de mi mujer). Maidana no pasaba del domingo, algo le iba a
suceder. Adiós a las viejas amistades (nada personal es cuestión de negocios,
lo siento querido amigo, es así la vida nomás). Se abrió la puerta y entró don
José Maidana, escuálido y cada vez más viejo, a la oficina de Díaz. Se
saludaron. Bueno días, joven Antonio. Bien gracias y buenos días, don José,
espero que podamos hablar del negocio pendiente. Sí, claro (viejo de mierda,
cínico hijo de puta).
Dos horas más
tarde, José Maidana apareció muerto dentro de una caja de refrigerador en uno
de esos basurales donde se clefean los chiquillos de la calle que no tienen
otra cosa con que matar el olvido del tiempo. Ahí, cerca del Choqueyapu lo
dejaron. Desaparecieron como fantasmas del basural, sus sombras escalaron por
entre los restos del consumo humano y retornaron a la calle con la conciencia
limpia y la ropa sucia con olor a muerte.
La PTJ encontró el
cuerpo, catalogó un refrigerador marca Samsung extraviado, recibió un cheque
por 50.000 dólares y cerró la investigación. (¿Qué habrá pasado con el viejo de
Maidana, no?)
Estaba muerto, Díaz había sido asesinado.
Había pagado por toda la muerte que lo rodeaba… Esta vez, sus mismos hombres
cargaron con el pez gordo y grande…
Ya en la tarde,
Alfredo Díaz, hombre de negocios, entró con su terno más fino al Palacio
Legislativo. Luego de hacerse notar y de saludar a algunos conocidos, que de
todos modos a pesar de su vergonzoso esfuerzo no lo lograron reconocer, el
hombre se dirigió al despacho del honorable Roberto Roca a ratificar sus deseos
de triunfo en las elecciones y a brindarle su apoyo en la campaña, a cambio de
unos favores en el sector financiero, claro. Luego de la reunión, recogió del
despacho de la secretaria de Roca (esta no está tan buena como la mía) un
cheque por 50.000 dólares. Ya sabía a dónde mandar esa plata.
Lo acorralaron, el Félix, Marito y Juanito,
el amante chofer de su mujer… su chofer… reconocía sus voces.
A eso de las ocho
de la noche, luego de una hora entera de sexo ardiente con su secretaria en la
oficina, llegó exhausto a su casa y se metió en la cama, todavía pensando en
los abultados senos de la mujer esa. (¡Mierda que están ricas sus tetas y esa
conchita deliciosa!) Esa cama la habían comprado apenas casados, les había
costado una fortuna. En esa época no era necesario ir al putero, ni acostarse
con la secre.
Y había otras voces, hablaban entre sí,
murmuraban, se reían. Al Jefe no le va a gustar… y había otras más que no
alcanzaba a reconocer…
Se acordó que su
esposa no iba ese día a la casa, que se iba a quedar donde su hermana, estaba
buena la hermana. Ya había podido probar sus carnes en varias ocasiones,
saborear su partes íntimas. Cómo se abalanzó sobre él, completamente alocada.
Cómo podía verle la cara a su hermana, seguía sin entender. Siempre tan unidas
las dos…
¡Y luego la voz de su esposa …! ¡ Y la de
la hermana de mierda!
Abrió la puerta del
garaje y sacó el auto. Se acordó que se había olvidado la llave y justo cuando
estaba por regresar a buscarla al hall…
Bueno… Alfredo, si quieres te podemos
cantar una canción de cuna antes que te vayas a dormir… No llores maricón, que
no duele tanto.
Primero lo
patearon. Después, poco a poco, le cortaron cada uno de los dedos de sus manos.
Abrieron el pantalón y con una navaja especial y un par de alicates le quitaron
su hombría. Para entonces había perdido el conocimiento. Las dos mujeres,
contentas con la tortura, lo besaron en la boca y se despidieron. Se fueron
todos en el menor silencio, nadie escuchó nada, nadie quiso oír, nada pasó esa
noche. Pobre hombre de negocios, justo ahora que el negocio iba tan bien. Justo
ahora tenían que matarlo…
Por Santiago
Contreras Soux, abril 2009
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