Cada
día, antes del trabajo, se arreglaba la corbata color verde oscuro. Descendía
por el callejón oscuro tiritando por el frío áspero de la madrugada. Su paso
rápido lo conducía hasta encontrarse con la primera callejuela con pequeñas
gradas. A esa hora nadie trabaja, la luz
tenue en el cielo, aún oscuro y melancólico, lo acompañan. A esta hora todos
duermen todavía… hasta los espíritus del cementerio duermen.
Seguía
descendiendo por aquella sinuosa calleja llena de escalones, todavía estaba
oscuro, una sensación de humedad y angustia le llenaba los bolsillos. Sí, no
necesitaba nada. Seguía caminando cuesta abajo. No aceleraba, mantenía el paso,
no era bueno acelerar, había muchas piedras, se podía tropezar y rodar todas
las empinadas escaleras. Su voz empezaba a cambiar, murmuraba una canción que
le enseñaban en la escuela; pero ahora no necesitaba ir a la escuela, ya tenía
trabajo. Pronto tendría mucho dinero para comprarse todos los juguetes y dulces
del mundo. Pero cada vez que se le venían esos pensamientos egoístas, se
acordaba de sus hermanitos. Ahora, mis
hermanitos van a comer rico, rico su sopa se van a servir.
Seguía
descendiendo, bajando, cayendo, cuesta abajo hacia el abismo. Aún era de noche.
A esta hora la gente sigue durmiendo, no
les gusta despertarse a esta hora. Hace mucho frío. Tiene miedo.
Continuaba
su ruta hacia el fondo a través de casas apagadas y casuchas derrumbadas,
atravesaba terrenos enteros, pero la gente seguía durmiendo. No les gusta despertarse a esa hora. Su
voz y su cabello habían cambiado. Eran claros y ásperos como las piedras del
piso de las escaleras. Hay que cuidarse
de no tropezar con ellas, uno se puede lastimar. Son rocas muy grandes. Aún no amanecía. Su cara se había arrugado.
Ahora mantenía un paso inseguro y lento. Se desmoronaba en cada encuentro con
una piedra. Su corbata verde oscuro estaba manchada de polvo añejo. Ya no podía
ver bien. Sus hermanitos. La sopa. La casa. Sus amigos. A sus hermanitos les gustaban los caramelos.
Pensaba en su difunta esposa. ¡Espero que
veas cómo me esfuerzo, Antonia! El hombre refunfuñaba, su voz era ronca y
seca. ¡Sé que estás ahí arriba! El cielo estaba oscuro todavía.
El
cielo estaba oscuro todavía. A estas horas… El viejo se dejó caer en el piso.
Ya está. Ya había llegado al fondo del cerro. Vaya cuesta, vaya descenso.
Todavía era de noche, estaba oscuro. Ya podía descansar para el día siguiente.
Cada
día, antes del trabajo, se arreglaba su corbata a rayas que le había regalado
su hermano mayor. Se preparaba para descender la cuesta…
Santiago Contreras Soux, Agosto 2004
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