Vivían en
una modesta casa a las afueras de la ciudad, a la que se llegaba por un sendero
largo y tendido que subía la montaña. Una vez arriba, la vía quedaba expedita y
lágrimas contaminadas impregnaban el ambiente y pintaban la calle con manchas
de pintura fresca.
La noche
anterior, en total silencio, la madre preparó la fiesta de cumpleaños de su
hijito. Vendrían sus amiguitos y su vecinos. Niñitos eléctricos, pensaba. Puso
las mesitas y sillitas gastadas por el paso del tiempo en perfecto orden.
Ajustó las gavetas de la cocina, aprovechando que estaba arreglando la
casa. Preparó una torta, preparó
galletas, preparó el resto de las cosas: los sandwichitos, los gorritos y las
bolsitas llenas de dulces. Naturalmente, pensaba, la fiesta va a quedar
magnífica.
La ciudad
amaneció aplastada por una bruma oscura. Ciega. Cegada por aquella incierta
neblina.
Los
chiquillos empezaron a llegar como ratones a la casa y se acomodaron
alborotadamente en aquel cuarto oscuro y diminuto donde estaba servida la mesa
del cumpleaños. Algunos traían regalillos, otros venían bien empaquetaditos
desde su casa, donde mamita les dijo que tengan cuidado.
La neblina
terminó por cubrir en su totalidad la ciudad, se respiraba un aire denso y
contaminado.
A medida
que la casa se iba llenando, el sendero se pintaba cada vez más con las manchas
de aquel barro. Ahora, un pequeño arroyo fluía desde la tubería rota de la
casa. Las sombras se hacían más oscuras y parecían dibujar figuras impresas en
las paredes, figuras negras que serpenteaban en la paredes del sendero. El
cielo se tornó oscuro, desde la casa salía la luz, como disparada por un cañón,
hacia la atmósfera que se apartaba cobarde de la amenaza. El aire se escapaba,
asustado ante la presencia de aquellas sombras.
Las nubes
parecían abrazar la casita que temblaba temerosa. Sin embargo, los niños no se
percataban del cambio climático que acusaba la ciudad. Jugaban en la sala y en
la cocina, infestando el lugar,
devoraban la comida puesta en la mesa. Niños inocentes, jugando,
desenvolviendo paquetes, derribando juguetes. Simplemente niños. Afuera, el
viento agitaba los postes de luz. La luz se cortó en todo el barrio, menos en
la casa. Las sombras se deslizaban dando vueltas a la casa, rodeándola.
Llegó la hora
de la torta y los pequeños se sentaron a la mesa. Comieron. Rieron. Los
amiguitos de este año eran más alegres y dulces.
Las sombras crecían y se retorcían afuera,
enfermas, sedientas. Vino la torta y cantaron, que los cumplas feliz, que los cumplas feliz… Mordió la torta.
Grititos. Ya era la hora de irse a casa, ¿a
qué hora nos van a recoger?…
Un cúmulo
de nubes, sombras y tempestad cubría la casita, intentando entrar por las
ranuras de las paredes. En la calle, un río fétido y podrido corría cerro abajo
arrastrando todo a su paso.
De
esta fiesta nadie los puede recoger, ya han sido invitados, invitados al
cumpleaños de mi hijo, no se pueden ir. Todavía no ha terminado. No termina.
Y abrió la
puerta. Gritos. Las sombras horrorosas, figuras inmundas llenas de odio, los
ojos perdidos en el vacío, el rostro…, consumidor. Uno por uno los fueron
consumiendo, … les habían abierto la puerta, estaban hambrientos. Poco a poco
los iban desintegrando, la piel se les quemaba. Las sombras daban vuelta a la
mesa y la vida se les salía de los ojos a los niños, que morían. Sus almas eran consumidas. En el piso, la
sangre se teñía de color verde oscuro y empezaba a heder, Sombras que devoraban llevadas por el deseo
carnal y animal más puro, en busca de su permanencia en el mundo, de su
supervivencia. Las sombras se disiparon y se perdieron, se desvanecieron, las
nubes se fueron. La neblina ...
Con el sol
por detrás y en medio de una mezcla de recuerdos de tiempos muy lejanos,
obedeciendo a su naturaleza, agarró a su
hijo de la mano y atravesando la montaña partieron rumbo al siguiente barrio,
ciudad, país. Seguidos por las lágrimas horrorizadas de los niños que
anunciaban el nuevo cumpleaños de las sombras.
Por Santiago Contreras Soux,
Agosto 2004
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