Partieron cinco personas de la gran ciudad; todos ellos viajaban
hacia Colchani, una distante población perdida en el fondo del altiplano.
Habían empacado un día entero todas sus pertenencias para buscar lugar en la
casa olvidada de sus ancestros. Era un viaje muy importante. Todos estaban
emocionados; el viaje al pueblo del que habían venido años atrás, cuando
todavía eran muy pequeños, se había convertido en el tema de conversaciones,
discusiones, peleas y disputas de la pequeña familia.
Otras ocho personas partieron esa noche. Todos viajaban a
Colchani. Iban en una flota último modelo, de esas que se fabricaban en la
ciudad.
Tres mujeres también partieron aquella noche rumbo a Colchan; las
tres eran destellantes. Hermosas muchachas, se comentó en la estación de
autobuses, cuando ellas se despedían cariñosamente de los espectadores que,
asombrados, las veían desde la plataforma en que se colocan los equipajes.
En la tranca la vida es dura; si
uno no se aviva, entonces los fantasmas del altiplano se lo comen a uno,
Pusimos el aviso por primera vez en 1955. Corrían los tiempos de la Revolución Nacional ,
así que nadie le dio mucha importancia. Ni siquiera los mismos campesinos
vecinos. En la tranca hay que pagar el peaje, sino mejor no se viaja.
La soledad en la que vivimos nos
ha hecho perder la percepción del tiempo, que vaga lento y alicaído por estos
parajes. Lo último que sucede acá es la vida. Hemos dejado de conocerla, la
hemos olvidado. Ya no recordamos como era…
Encajonados estamos, sin nadie y
con todo… Somos del altiplano y somos del viento. Somos de la tranca.
El yermo penumbroso nos rodea y
nos disipa. Nos fatiga y nos vacía. En la tranca todo es vano, todo es inútil,
nos destruye.
Los tontos de la ciudad avanzan
siempre orgullosos de los avances de sus tecnologías y de sus músicas. Se ríen del
que no logra encontrar su pedazo de ciudad. Vagan fragmentados y dispersos.
Pero ellos, ellos no saben que en la tranca el viento pega más fuerte.
Parten todos los años en
diciembre cuando la alfombra verde comienza a surgir. No se detienen a verla,
pasan con los ojos vendados. Capturados por las películas de los buses y los
aparatos de música. Con caras enfermizas que albergan pena en sus corazones.
Sin emociones ni sentimientos. Usan estos caminos todo el tiempo y no saben a
dónde van, ni de dónde vienen.
Nosotros en la tranca sí sabemos.
Es hora de cobrar el peaje.
Una nube oscura se asienta sobre el valle, al fondo se ve un
caminito serpenteante que lleva al fondo del río. El camino es de tierra, pero
le han crecido una gran cantidad de flores de diferentes colores y matices.
¡Son de colores! Y cubren todo el camino. Unas oscuras y negras llantas pasan
por encima, pisándolas. Nadie se da cuenta del horror de los observadores.
Todos los días comemos una ración
exacta de las reservas que se guardan en las despensas. Por las noches se oyen
gruñidos y rasquidos en las puertas vecinas. Vemos sombras deslizarse con sigilo.
Les molesta la luz. Vienen cada año. Tocan nuestra puerta. No respondemos.
Intentan atravesarla; la reforzamos. Estamos aislados definitivamente. En la
tranca no hay salvación.
Hemos hecho lo que nos han
pedido, exactamente lo que nos han pedido. Lo cumplimos cada año. Es sólo
cuestión de mover el cartel. Ese cartel tan viejo y oxidado que al Servicio
Nacional se le ha olvidado cambiar. Ese cartel tan viejo nosotros lo arreglamos
y pintamos con pintura especial cada año. Debe ser visible de noche si no, no
sirve.
La tranca no atiende esa noche,
espera en silencio hasta que despierta la mañana. Esa noche los pájaros no
cantan y las flores se esconden. Nadie quiere ver.
Se hizo de noche y el bus que los llevaba entró a un valle más
oscuro que cualquier otro, las luces se hicieron pesadas, dejándose vencer por
la presencia de aquella neblina espesa. Trataban de regresar a sus focos
ahuyentadas por algo extraño. Escapaban del aire, buscaban refugio. Nadie les
dijo acerca de esa parte.
Llegaron a un cartel, era amarillo. Brillante. Había desvío por
derrumbe, la ruta había cambiado.
A lo lejos ya se ven las primeras
luces, las asustadas, y dentro de ese automóvil hemos logrado ver a tres
hermosa mujeres. Y nosotros tan solos, sin mujer ni nada. Carcomidos por
nuestras pesadillas. Llegan al cartel y doblan.
En la tranca todos esperamos
callados, esperando que les satisfaga. Esperando poder complacerlos.
Son muy exigentes.
Este año esperamos que todo salga
bien, como ha sido desde el principio. Nunca nos han lastimado.
El bus entró a un valle cada vez más angosto, al fondo apareció una
luz gigante, enorme. Se asustaron. Tan fuerte era aquella forma que los cegó
por un instante. La luz se apagó. De las tinieblas aparecieron unas figuras
espantosas, mugrientas. Negras…
El bus se estremeció y el chofer dio media vuelta bruscamente.
Nunca nadie había reaccionado
así. Nunca de forma tan veloz.
¡Del valle provienen gritos! ¡Han
escapado! ¡Mierda!
Las sombras se deslizan hacia
nosotros. Esperamos pacientes nuestra hora. Estamos varados, atascados. Nadamos
en nuestro ataúd. Las sombras se aproximan.
Ya están aquí…
Las sombras ingresaron al recinto. De la tranca nadie podía nunca
escapar y menos el que no paga peaje. Los gritos agonizantes de aquellos
hombres retumbaron en la tranquilidad de la noche. El olor a muerte explotó
saliendo del edificio precario de adobe, esparciéndose por el valle amplio. El
camino, antes de tierra, se convirtió en una serpiente de sangre que saltaba
entre las montañas.
Las sombras buscarán ahora una nueva tranca. De ella no se podrá
huir.
La tranca.
Por Santiago Contreras Soux,
Marzo 2007
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